Fuente: http://www.larepublicacultural.es/
Junto al célebre y premiado Czesław Miłosz, la premio Nobel fallecida recientemente Wisława Szymborska y el todavía vivo poeta y dramaturgo Tadeusz Różewicz, el nombre de Zbigniew Herbert corona esta suerte de reino tetrarca poético que se ha convenido en denominar “los cuatro poetas del Apocalipsis”, posiblemente una de las generaciones poéticas más brillantes y prolijas que ha dado la Europa del siglo XX.
Poesía completa (Lumen, 2012) recoge por primera vez traducida, en versión de Xaverio Ballester (quien prologa y anota el volumen), la producción poética de este mago terreno de la palabra. Nacido en la pluriforme Lwów, “un rincón de un viejo mapa”, como el mismo Herbert la denomina, se enroló en facciones de resistencia desde la ocupación nazi de 1941. Sus primeros coletazos, allá por 1950, verán nacer su primer incursión poética seis años más tarde con Cuerda de luz, un poemario críptico en el que Herbert deja notar la complejidad de su vocabulario, también coadyuvado por la férrea censura estalinista.
Mención aparte merece su prosa poética recogida en Hermes, el perro y la estrella, publicado en 1957 y al que volveremos más tarde. Después siguen Estudio del objeto (1961), conjunto de poemas que sin llegar a ser de transición resultan diferentes al resto; luego Inscripción (1969), poemario que dedicaría con especial cariño a su padre; Don Cogito (1974), poemas de humor inteligente compuesto para rememorar al famélico Quijote cervantino y establecer una relación directa con la celebérrima premisa ultrarracionalista de Descartes; a todos ellos les sucederán Informe desde la ciudad sitiada (1983), Elegía para la partida (1990) o Rovigo (1992). El último, Epílogo de la tormenta (1998), quizás, a nuestro entender, se presenta como el más interesante. Rescatando el carácter “barroquizante” de Cuerda de luz, Herbert, que para aquel entonces sentía el aliento de la muerte en la nuca, evoca su ciudad natal y su niñez, y prolifera en la temática religiosa, a menudo en forma de plegarias que pretenden mitigar el dolor, la enfermedad o la inminencia de la muerte que tan de cerca sentía. Diez años después de su muerte la República de Polonia decretó solemnemente el año 2008 conmemorativo en su nombre, momento gracias al cual han ido apareciendo en español varias obras del poeta.
Nos queda claro que Herbert es un gran poeta, sin duda de los más atendibles del siglo XX. Su universal escepticismo, frente al optimismo redentorista y regional de Miłosz; su defensa radical de la ética frente al nihilismo moral imperante propio de Różewicz; o el uso del artilugio irónico frente a la aporía paradójica de Szymborska, le convierten en un generador de imágenes extraordinario, con una extraña capacidad para combinar distintos elementos y hacer de la contradicción un todo inteligible: “[…] sospecho/que todos sueñan en imágenes/pero yo me cuento/todas esas historias/como si estuviera durmiendo/en el túmulo/de la narración […]”, dicen los versos de El lenguaje del sueño.
Y luego queda la magnífica producción prosaica, pero no se hagan eco de un sentido periférico de la palabra. La prosa poética de Herbert excede con mucho su visión poética general y amplifica y enriquece su significado a través de esa contradicción tan personal. Y este surrealismo individualista de Herbert tenemos que entenderlo como arma arrojadiza contra un régimen donde únicamente el realismo socialista era posible. El verbo del poeta nos emociona y enaltece a un tiempo, reímos a trompicones, como si no quisiéramos reír, pero atravesados finalmente por su flecha. Aquí la evidencia, en Episodio en la biblioteca: “La rubia muchacha se había inclinado sobre el poema. Con un lápiz puntiagudo cual bisturí va transportando hasta una cuartilla blanca las palabras para convertirlas en rayas, acentos y cesuras. El lamento del poeta caído semeja ahora una salamandra devorada por hormigas”.
“Cuando nos lo llevábamos entre el tiroteo, tenía fe en que su cuerpo todavía caliente resucitaría en la palabra. Mas ahora, cuando contemplo la muerte de las palabras, me doy cuenta de que la degradación no conoce límites. Y en la negra tierra quedarán tras nosotros sólo sonidos desparramados. Acentos sobre la nulidad y el polvo”.