Fuente: http://letralia.com/lecturas/2015/09/02/bajo-vespero-de-amador-palacios/#.Ve0vRknovDd
Un espíritu fluye como el agua entre los escollos de la existencia. Espíritu de gran intuición, innata curiosidad y mentalidad positiva; personificación del entusiasmo idealista, del optimismo como una forma de fe ciega. No espíritu soñador: sus sueños —prácticos, pintados con vívida y desatada imaginación— están sometidos al escrutinio de la lógica implacable y la curiosidad compulsiva.
Con una amplia visión de la realidad y comprensión de la vida, dirige su mirada más allá de la apariencia externa, en busca de un valor más auténtico e intrínseco.
De pensamiento claro y sistemático, progresista, inconformista, moderno, celebra lo nuevo; persigue, en definitiva, la felicidad, la libertad en su apasionado amor por la vida y su deseo de una existencia perfecta. Se trata del yo lírico, que alguna vez se desdobla en un “él”, de los poemas, en prosa, de Bajo Véspero, última entrega de Amador Palacios (Albacete, 1954), autor con más de veinte libros publicados, entre poesía, ensayo y traducción, becado en repetidas ocasiones por la Fundación Calouste Gulbenkian de Lisboa así como por la Fundación Olifante de Zaragoza, también biógrafo de Gabino-Alejandro Carriedo, miembro del consejo asesor de la Fundación Carlos Edmundo de Ory de Cádiz y académico correspondiente de la Real Academia Conquense de Artes y Letras (Racal).
Entre una luz que muere y una luz que nace, se conforma este particular dietario poético por amor a la vida —el éros c’est la vie que proclamara Duchamp— a modo de pieza musical en tres tiempos: Bajo Véspero, Pequeño cuaderno de Venecia y Quasi Adagio. El primero, Bajo Véspero, que da título al conjunto, consta de quince poemas, entre sueños, recuerdos, incidentes y estampas cotidianas. Toda experiencia proporciona al poeta un caudal de sabiduría inagotable, que brilla en lo que dice y en lo que sugiere con intensidad semejante. No se trata de materia filosófica, pues no hay cuestionamiento, sino de verdades. Y así especialmente se patentiza en los poemas Árbol eterno, casi, y Viaje final, que abren y cierran esta sección, proporcionando al conjunto —fragmentos de realidad cotidiana— una estructura circular. Árbol eterno, casi, dice la finitud: Nada se cuenta en el Universo que sea inmortal, ni siquiera los dioses (pág. 11). “Desautomatización metafísica”, diría Shklovski, a la manera del soneto CXXX de Shakespeare pero llegando más allá en la racionalidad: a la desmitificación del propio mito. El yo lírico, proyectándose con la ironía del “casi” que matiza el título —la ironía es una constante en nuestro poeta—, habla, argumenta, saca conclusiones acerca de la situación, avanzando de lo más cercano a lo definitivo. Así apunta igualmente la coreografía que trasciende lo físico del Viaje final. El paisaje que enmarca la ventana, la desembocadura del Guadiana —todo lo que se ve y se oye en el poemario sucede al aire libre, en lo fresco, en el verde, en la naturaleza— deviene exuberante metáfora, palpitante paradoja de la que se vale el autor para, saltándose la representación, la propia interpretación, concluir afirmando: Nada se crea ni se destruye sino que se transforma, dice la osada máxima. De todo lo existente, solo pervive el mar, sin padecer ninguna metamorfosis (pág. 46). Constituyen el segundo tiempo, Pequeño cuaderno de Venecia, doce poemas, el último de ellos en verso, que transportan al lector, a través de la mente observadora y penetrante del viajero, de aguda capacidad de observación de los detalles más nimios, a una Venecia invernal y a la vez fuera del tiempo, por la que transitan muertos inmortales, los fantasmas de Ezra Pound, Stravinski, pero también los de Helenio Herrera, Ángel Crespo, entre otros. Cierra la pieza un Quasi Adagio, catorce aforismos entre los que destaca el número 11, homenaje a Ángel Crespo, fragmentado en pinceladas puras, quintaesencia del pensamiento, como: El tiempo es el espacio de la música o El espacio es el tiempo, oscilante o quebrado, propio de la pintura, para matizar seguidamente con profunda filosofía: En todo caso, no es un tiempo lineal sino un extraño tiempo en lo simultáneo (pág. 83). No tiempo cronológico: tiempo intensivo del Aión según Deleuze: un déjà-là y un pas encore-là: tiempo circular donde presente, pasado y futuro son uno.
Bajo el primer lucero, de sexo femenino, el más brillante de la tarde, espejo vespertino de Venus Afrodita, Amador Palacios nos presenta un texto cuyo brío sería su “voluntad de goce” —¿el goce como sabiduría?—. La marca de su estilo, su diferencia, reside en la particular utilización de los adjetivos —las puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas (Barthes dixit)— y en el afán de liberarlos de toda norma y costumbre. Se trata de una adjetivación desbordante, de amplia movilidad, donde abunda la doble adjetivación de apreciación subjetiva, con predominio de los adjetivos relacionales sobre los calificativos, dotados aquellos de las características morfosintácticas que la norma solo admite en estos y cuya ruptura enriquece de novedad el lenguaje. No hay opinión ni valoración sino contestación en un texto para un lector paradoxal, atópico, abandonado a la deriva, sin otro deseo que el goce perverso de las palabras. Pedro Gandía