Fuente: elcultural.es
Uno de los acontecimientos editoriales en el ámbito poético de los últimos años es la puesta al día de la edición española con la poesía polaca. Gracias al premio Nobel llegó primero Wislawa Szymborska, y en los últimos meses sus gigantes compañeros de quinta, Czeslaw Milosz (de quien también se publicó una pequeña antología justo después del Nobel que es mejor olvidar) y Zbigniew Herbert.
Antes que ellos llegó la cuarta pata de esa banqueta, Tadeusz Rozewicz, que pasó en general bastante desapercibido por culpa, en buena medida, de una traducción ramplona. Tenemos grandes traductores del polaco al castellano: Abel Murcia, Gerardo Beltrán, Xavier Farré y Xaberio Ballester se han ocupado de los que he citado antes y de otros como Adam Zagajewski. A Rozewicz (como ahora a Julia Hartwig) lo tradujo Fernando Presa, quien, por desgracia, no está a la altura de esos otros traductores; sus versiones carecen de cualquier pulso poético y lejos de ser poemas en castellano, no pasan de ser informes sobre “de qué van” los poemas originales. Un mal que, por lo demás, aquejó con demasiada frecuencia a las traducciones que publicó la editorial en la que apareció la traducción de Rozewicz, La poesía, señor hidalgo; una colección espléndida en cuanto a la mayoría de los nombres que publicó (algunos imprescindibles como Denise Levertov o Durs Grünbein -de este incluso escriben mal el nombre en su página web-) entregados, no siempre, pero más a menudo de lo que hubiera sido deseable, por la impericia de sus traductores a distintos grados de analfabetismo.
De Rozewicz circula aún una pequeña antología publicada en Venezuela y vertida por Beltrán y Murcia que demuestra su altura como poeta, una altura que pasa completamente desapercibida en la versión de Presa; y si no me engañan las noticias que me llegan, pronto tendremos traducción suya de mayor aliento y más cerca. De Julia Hartwig no hay otra, hasta donde llegan mis noticias, que esta amplia antología titulada Hablando no solo para una mismo (Huerga y Fierro), que ha sido presa de Presa. Probablemente Julia Hartwig (Lublin, 1921; en la imagen, junto a Wislawa Szymborska) no sea una poeta tan determinante como los citados antes, pero es autora de un buen puñado de poemas esenciales. Uno de los suyos que prefiero desde la primera vez que lo leí (Hartwig ha sido vertida a otras varias lenguas antes que al castellano) es “Bajo esta isla”:
Bajo esta isla hay otra isla, quizás aún más bella.
Una nadadora sonriente nada hacia ella uniendo, con un arco fulminante, la roca, el aire y el agua.
Quisiera verte desde todas las direcciones, ¡oh criatura, oh fragmento, torbellino, oh magnífica locura de mente clara!
Hartwig participó en la vida cultural polaca clandestina durante la II Guerra Mundial y anduvo en política de una forma bastante activa. En su poesía queda el poso del compromiso pero no llega nunca a volverse panfletaria. Si acaso, cae alguna vez en la tentación de añadir un verso final que convierte el poema en obvio, como en “Unas señoras”, donde después de transcribir varias de las frases que esas señoras estarían diciendo (“Yo estuve bajo un reflector”, “A mí me fusilaron a un hijo”...) concluye “Son comunes señoras varsovianas”. Tal vez hubiera sido más fácil titular el poema “Mujeres en Varsovia” y ahorrarse ese último verso. La huella de la historia está muy presente en esta poesía, pero también de la propia biografía, como en “Regreso al hogar de la infancia”:
Entre el oscuro silencio de los pinos, el grito de los jóvenes, de los abedules que claman.
Todo es como era. Nada es como era.
Háblame, oh Dios, del niño. ¡Habla, miedo inocente!
No entender nada. Constantemente distinto, desde el primer grito hasta el último suspiro.
Pero eso también era vida. Y los momentos de felicidad salen a mi encuentro desde el pasado como señoritas con lamparillas de aceite.
Una poeta espléndida, Julia Hartwig, empequeñecida en esta ocasión por una traducción ramplona; le deseamos una segunda oportunidad.