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El viaje de Lorca

Fuente: elpais.com

A finales de agosto de 1929 Federico García Lorca mandó a sus hermanas Isabel y Concha una carta escrita en un trozo de la corteza de un abedul. Una hoja ya enrojecida de abedul venía también en el interior del sobre. En los bosques de Vermont, muy al norte de Nueva York, el otoño ya estaba empezando. La corteza, el sobre pequeño, con una dirección de Granada escrita con una tinta que ha desvaído el tiempo, la hoja de abedul pegada con cinta adhesiva en una hoja de papel, tienen un aire de extraordinaria fragilidad cuando se miran de cerca, nada más entrar a la exposición sobre Poeta en Nueva York en la Public Library.

 

En ese edificio fastuoso de escalinatas y mármoles, los dibujos, las cartas, los manuscritos de Federico García Lorca ocupan una sala menor, muy recogida, un espacio más íntimo aún por la iluminación limitada que protege la delicadeza del papel, los rastros tenues de tinta o de lápiz.

Una gran banderola con el nombre de Federico García Lorca ondea al viento en la fachada que da a la Quinta Avenida
Una gran banderola con el nombre de Federico García Lorca ondea al viento de abril en la fachada que da a la Quinta Avenida, pero el efecto más hondo de la exposición reside en su escala, como si lo que visitáramos no fuera un museo, sino una casa particular, la habitación de una casa donde se guardan en cajones de aparadores o de mesas de noche los recuerdos de alguien, un pasaporte caducado, postales, pequeñas fotos de viaje con pequeños filos dentados, un dormitorio austero que también es cuarto de trabajo. Por eso hay en él hojas sueltas de poemas inacabados, o de poemas en proceso de corrección, notas y tachaduras que sólo comprenderá el dueño de todos esos papeles, una persona laboriosa pero visiblemente muy desordenada, que cuando tiene que reunir los poemas que incluirá en un libro hace listas dubitativas y a veces ni siquiera encuentra originales que ha regalado, o que dio hace tiempo para que se publicaran en una revista y no se ocupó de recuperar; una persona, también, de aficiones y talentos diversos, que aprovecha una hoja en blanco cualquiera e incluso el reverso de una foto para esbozar un dibujo con la misma pluma o el mismo lápiz con el que acaba de escribir unos versos, o una carta a un amigo, o que puede aburrirse y entonces se pone a tocar un rato la guitarra. Quizás retrasa durante tanto tiempo la publicación de sus poemas porque no le gusta que pierdan del todo la cualidad tentativa y libre del boceto. Sin duda es confortadora la claridad definitiva de las palabras en la página de un libro ya publicado, más aún con la tipografía tan noble de aquella época, con la anchura de márgenes y de espacios en blanco. Pero también le gustaría la cualidad fluida de lo escrito a mano sobre una cuartilla, la evidencia como de sismógrafo del hilo de la inspiración en la letra apresurada, una caligrafía entre escolar y fantasiosa, en la que las líneas derivan sin dificultad en dibujos.

En la Huerta de San Vicente, en la casa granadina de la Acera del Casino, en el piso de la calle de Alcalá, en su cuarto de estudiante de la universidad de Columbia, en habitaciones con suelo rústico de madera que daban a bosques de calor lujuriante y luego de luminosidades prematuras de otoño, en cada uno de esos lugares, Federico García Lorca fue ocupando una habitación casi idéntica en la que escribía y dibujaba, y lo que han hecho Christopher Maurer y Andrés Soria Olmedo, comisarios de esta exposición en Nueva York, ha sido crear un trasunto y un resumen de todas esas habitaciones sucesivas, no de sus contornos tangibles sino de su atmósfera de recogimiento laborioso. El espacio físico es una cámara de tiempo, el ámbito de una conciencia desusadamente alerta a todo, la del hombre joven que a los treinta y un años justos emprende uno de esos grandes viajes que uno mismo no sabe prever de qué manera radical van a cambiarle la vida. Porque la memoria tiende siempre a la vaguedad son los documentos los guardianes fieles de los hechos, de las fechas precisas y los actos administrativos que van labrando el tejido de las biografías.

Quizás retrasa la publicación de sus poemas porque no le gusta que pierdan del todo la cualidad tentativa y libre del boceto
El 3 de junio de 1929 un funcionario del Gobierno Civil de Granada pone un sello sobre la foto del pasaporte recién expedido a nombre de Federico García Lorca y lo pasa a la firma del gobernador. El 27 de septiembre de 1929 alguien rellena y firma una tarjeta de usuario de la biblioteca de Columbia a nombre de “Mr. F. G. Lorca”. Cosas así se salvan del cataclismo de la desgracia y las devastaciones de la guerra, del lento derrumbe gradual del paso de los años, un pasaporte que caducó sin ser usado de nuevo, una tarjeta de biblioteca que habría debido renovarse el 31 de mayo de 1930, y que estaría entre los papeles que debió de guardar de cualquier manera García Lorca en su baúl de viaje cuando se marchó de Nueva York a La Habana, una hoja rojiza de abedul prensada en el interior de una carta que atravesó el Atlántico a principios de septiembre de 1929. Siete años después, un día de julio de mucho calor y gran alarma política —pero las cosas, de un modo u otro, parece que siempre se apaciguan en verano— José Bergamín vuelve a su oficina en la revista Cruz y Raya y encuentra sobre la mesa el sobre con el manuscrito de Poeta en Nueva York y una nota breve que le ha dejado su amigo. Lorca ha venido a verlo para ultimar detalles sobre la publicación del libro. Pero tenía prisa por algo y no ha podido seguir esperando. En una cuartilla con membrete de la revista ha garabateado un mensaje rápido. “Querido Pepe: He estado a verte y creo que volveré mañana. Abrazos de Federico”.

Esa mañana de hace setenta y siete que no llegó nunca nos estremece todavía porque pertenece al calendario quimérico de lo que podía haber sido. Junto a los poemas del libro, la nota dejada sobre el desorden de la mesa de José Bergamín traza otro de los hijos sueltos de la vida de Lorca que Christopher Maurer ha urdido para la exposición con la misma meticulosidad con que ha editado y anotado la traducción al inglés de las cartas desde Nueva York y ordenado papeles, objetos, dibujos. Hay quien se empeña en convertir a Lorca en mártir de las causas más variadas, en una especie de Cristo visionario que hubiera llenado su obra, desde muy joven, de profecías sobre el final trágico para el que habría estado predestinado. En la exposición de la New York Public Library, en la nueva y magnífica edición bilingüe que acaba de llegar a los anaqueles de novedades de las librerías, Lorca es el hombre joven que al llegar a Nueva York se ve aligerado de la pesadumbre del pasado inmediato, que vive cada día en la ciudad con los ojos y los oídos abiertos a todo, en un vértigo de hallazgos que van a revelarle las mejores posibilidades de su vida y su literatura. Volvió a España y era otro. Vivió hasta el final en la luz de aquel viaje.