'La belleza de traducir... poesía': Destino desconocido

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Natalia Carbajosa defiende la precisión y la exactitud como norte y faro inequívoco del traductor en 'La belleza de traducir… poesía', obra editada por Eolas en la colección «de la belleza», que dirige Gustavo Martín Garzo.


Sobre el ejercicio de la traducción, particularmente de la poesía, planea la sombra alargada de dos sentencias que, sacadas de contexto, suenan a demoledoras: el dicho italiano «Traduttore, traditore», o sea, «traductor, traidor», sobre la inexactitud y las dudas inherentes al acto de traducir; y la sentencia del poeta norteamericano Robert Frost que define la poesía como «justo lo que se pierde en la traducción».

Respecto a esta máxima tan conocida, por chocante, apostilla con mucho tino y sutileza Natalia Carbajosa en su especie de ensayo 'La belleza de traducir… poesía' que «eso que se pierde porque no existe del todo o no está dicho del todo en el poema original es, precisamente, lo que con más ahínco debe ser traducido».

En cuanto a lo primero, el libro en su conjunto es una defensa cerrada de la precisión y la exactitud como norte y faro inequívocos del traductor.

Por el lado contrario, el escritor francés Yves Bonnefoy aseguraba, apreciación que suscribo, que «la traducción de la poesía es poesía en sí misma».

Y otro gran poeta y prosista, José María Micó, en apreciación igualmente aplicable a Carbajosa, que «los buenos traductores de poesía son, lo sepan o no, buenos poetas que además ejercen un raro sacrificio: poner el propio talento al servicio de un talento ajeno».La autora del libro, de ascendencia zamorana, compagina su faceta literaria con la docencia universitaria en la Politécnica de Cartagena.

Aparte de ensayista, es poeta y narradora, tiene en su haber media docena de libros de poemas y uno de relatos.

Con 'La belleza de traducir…poesía', publicado por la mirífica editorial leonesa Eolas dentro de la colección «de la belleza» -va ya cerca de una veintena de pequeños grandes títulos, a cuál mejor- que dirige el novelista vallisoletano Gustavo Martín Garzo y de la que todo lo que se diga es poco, ha sido, a mi juicio con todo merecimiento, finalista del premio de la Crítica regional en su reciente edición.

EOLAS EDICIONES

La belleza de traducir.... poesía
Imagen - La belleza de traducir.... poesía
Natalia Carbajosa 140 páginas 14 euros


La cita inicial de George Steiner, uno de los últimos humanistas indiscutibles, marca el terreno en el que se va a mover el libro.

Señala en ella el sabio de Cambridge, y luego se insiste en la misma línea desde la óptica del Nobel mejicano Octavio Paz, que en realidad todo lenguaje no es sino traducción del mundo.

Una vez establecido ese punto de partida, la propia autora explica en una «Introducción» el contenido de las cuatro secciones del volumen: «De las palabras», sobre la «incierta belleza» de los vocablos y su carácter resbaladizo, difícil de atrapar con seguridad y justeza; «De traducir», sobre el acto en sí y su hermosura implícita; «De las traducciones», con ejemplos concretos de su actividad traductora con H. D., Roal Dahl, T. S. Eliot, sus comedias de salón y 'La tierra baldía', yerma para Claudio Rodríguez, estéril últimamente, y Lorine Niedecker, a la que siempre imagino enfermiza y sola por los marjales y el limo de Wisconsin; y «De los traductores», en torno a «diversas vicisitudes experimentadas por otros» en el mismo quehacer, Ezra Pound, Rosa Chacel o el poeta de 'Don de la ebriedad', nada menos.

Carbajosa expone de manera fragmentaria, en absoluto rígida ni académica, sino amena y dotada de mucha sensibilidad, el sentido que posee para ella la traducción poética, que sintetiza así: «Es una forma de soñar con la completitud o, cuando menos, convertirse fugazmente en su mensajero».

El traductor, según su criterio, debe encarnarse en el escritor traducido, aunando técnica, intuición y ética, con libertad e imaginación, siempre sometidas, como decíamos al principio, al rigor de lo preciso.

Lo define de este modo: «aquel que entrega su voz para que las grandes obras de arte multipliquen la suya en el tiempo y en el espacio».

El libro está lleno de comentarios y aclaraciones puntuales que valen un potosí, hechos al paso, propios de la ardua labor traductora, amenazada de continuo por la frustración provocada por las variantes posibles.

Desde lo casi anecdótico, por ejemplo, el significado del guion largo norteamericano tan Emily Dickinson, aunque en relación con la peculiar compatriota de la reclusa de sí misma de Amherst citada arriba, a lo onomatopéyico; de los falsos amigos al problema de la rima.

Apuntala las observaciones apoyándose en escritores de muchísimo fuste: Louise Glück, Olvido García Valdés, Sophia de Mello, Ingeborg Bachmann, Anne Carson o Concha García por el lado femenino; Tomás Sánchez Santiago, Juan Manuel Rodríguez Tobal, José Carlos Llop, Czeslaw Milosz, Theodor Kallifatides o Rainer Maria Rilke por el masculino.Con estos méritos sobraría para dar fe de la altura literaria del ensayo, pero debe añadirse el derivado de la pasión de Carbajosa por el lenguaje, «la nave de las palabras», fruto de su devoción y fervor absolutos por el verbo en sí.

Por eso, recrea la magia del decir desde su fuente más pura, «sin filtros, sin mediación», el manadero de la infancia, «esa casa de palabras deslumbrantes», inmenso luego, a borbotones, en el léxico familiar, por usar la expresión del título de la reputada novela de Natalia Ginzburg, como también en las variedades lingüísticas regionales o locales, hasta en el nombre de algunas localidades.

En virtud del apunte bibliográfico que hacíamos antes sobre la autora, la prosa tiene un sesgo poético que le confiere una gracia leve, primorosa.

Se intercalan poemas de la propia poeta y de otros y se identifica la extrañeza como trampolín lírico con la que se siente ante cualquier lengua que no sea la nativa.

Concibe, en definitiva, la tarea traductora, igual que la de escribir, más como necesidad que como oficio, como una aventura con destino desconocido, tal y como Vladimir Maiakovski definía la poesía, que supone además un refuerzo en el dominio de nuestra lengua de origen; una entrega que puede parecer sacrificada, pero no, porque en el camino incierto hacia lo extraño, el traductor, «a cambio de no elevar la suya, se queda con todas [las voces] las que toca».

A mayores, internarse en otro idioma amplía nuestro recorrido existencial, nos permite vivir más, literalmente. La misma sensación que se tiene al leer estas rigurosas y sugerentes anotaciones sobre la traducción.


Por FERMÍN HERRERO