Desde este domingo el escritor marplatense Federico Bagnato se suma a MiradorVirtual para sumergirnos en el mundo de la literatura a través de una serie de publicaciones semanales de cuentos. Ingresá a la nota y comenzá la aventura de "Un viaje esquizofrénico"
LITER PULMONAR
El café cultural tenía luces tenues, poca gente, pequeñas rocas y velas... ¡velas! ¡Qué impecable y lacónico adorno! Las había por todas partes, recubiertas de una especie de lata con orificios bien pintados. El piso a cuadrillé era lo suficientemente chillón como para no dejar pasar por alto la sensación de una clásica cocina de antiguo chalet. Las velas, sobre el frío y sucio suelo, lidiaban con la corriente que se colaba por la reja. Varias veces me acerqué a encenderlas hasta que me quemé el pulgar con el metal caliente del encendedor.
La gente ojeaba expectante, Carola terminaba sus preparativos para pintar una enorme lámina y yo estaba frío y desconcentrado. Primero miré mí alrededor y el público se duplicaba. Luego miré a Gimena que, asintiendo con la cabeza, me dio la orden para comenzar. La música sonaba desde el bafle saturado que colgaba del techo. Las voces habían desaparecido, pero no solo a nivel auditivo; los labios de los charlatanes permanecían rígidos, en tensión y semi abiertos. Mi cuerpo comenzó a moverse sin prisa; no hubiera esperado jamás que mis piernas rompieran con el equilibrio, pero así fue: ambas cayeron, venciéndose por la gravedad y dando contra el suelo. Por detrás cayeron mi torso y brazos, y, detrás de ellos, mi cabeza que dio implacable contra el suelo. Desde ahí alcancé a mirar de modo perpendicular a Carola, que hallábase extasiada con bruscos pincelazos sobre el grueso papel. Sostuve la quietud propia de una tensa situación de suspenso y el calor comenzó a subir rápidamente por las falanges de mis pies, calando cada hueso recorrido. Mi diente muerto vibraba, tomaba color y me molestaba latiendo como una bomba. Recordé entonces el helado en el parque "San Martín", la anciana de pelo violáceo y su prótesis dental, el árbol violentado por grafitis de adolescentes y mis piernas con perfectos ángulos de noventa grados. La primavera golpeaba en medio de una pegajosa brisa marina; mis cabellos volaban y se unían a sus contiguos. Me encontré sentado, solo y con mis lecturas y mate junto al viejo árbol que dejó caer una gran rama sobre mis rodillas, quebrando ambos meniscos. El dolor era inhumano. Grité pero nadie oía. Las parejas se mofaban de mi sufrimiento y así comenzaron a sumarse niños, adultos, e incluso los perros, que agitaban fervientemente sus colas. Su goce era absoluto y mi dolor insoportable. ¡Qué curioso ese dicotómico estado que se valía mutuamente para llegar a las máximas cumbres del placer y el dolor!... tal como la danza y la pintura mimetizándose parásitamente para alimentarse. Pedí ayuda insistentemente, pero todos reían de modo descarado. Mi rodilla izquierda, fracturada en trozos y crujiendo en cada espasmo, sangraba por su lateral interno. Mis brazos fracasaban en su intento de socorro y mi sangre, huyendo por el tejido devastado como un hormiguero saturado por nitrógeno líquido, se secaba bajo un sol primaveral.
Las velas encendidas absorbieron la corriente. Antonella, en cuclillas y junto a la puerta, cargaba su pecho del calor de la sala. Mis manos expulsaron el suelo y mi cuerpo voló en una danza uterina inspirada en el centro, lo líquido y lo terrenal del espacio. Nadie reía para ese entonces.