Sobrevuelo a la poesía colombiana

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Las palabras también se enferman, se anquilosan y mueren. La palabra como todo ser vivo es permanentemente atacada por la esclerosis, la costumbre y en algunos ámbitos, por la profesionalización.

Ante el uso y la costumbre el lenguaje pierde significación, vitalidad y lo que es más importante su fuerza simbólica que es precisamente el sentido que tiene el lenguaje en la vida y en la consolidación de la cultura, de allí que el arte relacionado con la palabra cumpla una función social que es crucial en la comunidad humana: vitalizar el lenguaje, ampliar su sentido y trazar el registro de la imaginación y de la realidad en medio de una cultura que vive permanentemente en expansión.

Buena parte de la sobrevivencia y de la convivencia social consiste en mantener vivo el lenguaje y darle el lugar justo y una significación válida, lo demás es falseamiento, incluso la imaginación puede ser desvirtuada en el arte mimético y la pose erudita.

Corresponde al artista reconocer el hecho estético cuando este ocurre, precisamente porque uno de sus efectos es la construcción simbólica, además de ser el hecho estético un elemento dador de sentido. Hoy se publica una poesía formalista, bien lograda, y que incluso recurre al arte mismo como tema de su escritura, pero esta no deja de ser una vertiente desvitalizada que evade ladinamente el entorno. Pero hay por fortuna otras expresiones: “Las palabras están muertas”, dice un poema de reciente publicación, un poema que hace parte del título El sol y la carne, de Camila Charry. Este libro, además de propiciar varias reflexiones sobre la poesía de nuestro momento nos entrega una obra poliédrica en su ejercicio de síntesis, que no es condensación como se cree sino algo más complejo: es el lenguaje que primero ha pasado por un previo ejercicio de reconocimiento, traducción, análisis, incorporación y creación, antes de emerger de nuevo como expresión simbólica. En El sol y la carne encontramos el arte vivo, la manifestación del lenguaje como expresión que puede dar cuenta de las condiciones subjetivas y vitales de este tiempo que corre.

La publicación de El sol y la carne nos trae a la realidad una experiencia estética singular, si pensamos que el hecho estético es una construcción simbólica que se nos presenta como experiencia, como generación, hasta que nuevamente los símbolos se descomponen y se desgastan y se hace necesaria una nueva generación y recomposición. Y eso es precisamente lo que precede a una corriente estética, no es la inscripción en el registro formal del supuesto canon literario propuesto por la reciente alianza mercantil entre la academia y las editoriales, es contrariamente un registro en el tiempo y en la experiencia vital e histórica.

Uno de los elementos de El sol y la carne es su temática pertinente, y la presencia de la violencia histórica, violencia encubierta por las vertientes formalistas. Veamos de trasfondo, mientras leemos a El sol y la carne, uno de los símbolos creados por Alejandro Obregón: El último cóndor, imagen de la crisis de la relación del hombre con los elementos, un fondo no interpuesto de manera gratuita para acompañar la lectura; no es un fondo en grisalla ni una forma simple de relacionar la imagen pictórica que hay en Charry y que hace parte importante de su registro, sino un fondo vivo que alterna en contrapunto con la reciente creación poética colombiana que se aproxima a la violencia como experiencia histórica. En Obregón y su temática de la violencia hay más relación con El sol y la carne que el que pueda tener este libro con otras publicaciones recientes de la poesía. Retomemos también, ya un poco más lejanas en el tiempo las palabras del cronista Luis Tejada, el maestro de la generación literaria de Los Nuevos a principios del siglo XX y al poeta Gaitán Durán, para una aproximación de contexto a la publicación de Camila Charry.

Si traemos a Tejada es porque este se refiere precisamente a la experiencia del lenguaje como experiencia vivencial del hombre que no es solo memoria y erudición, o conocimiento, es también creación que percibe los cambios en la realidad y se manifiesta a través del arte del lenguaje, que es a su vez construcción de sentido. Y aunque el tiempo de los continuos cambios, de las rupturas y las vanguardias lo vivió el mundo intelectual y social durante todo el vértigo del siglo XX, lo que señalan nuestros pensadores es precisamente su timidez, o ausencia en Colombia, de allí que Rubén Jaramillo Vélez nos señale con insistencia nuestra modernidad postergada, y si miramos hacia el lado del arte no vemos otra cosa, y vemos también otro hecho concreto en el mundo social: en Colombia no hubo revoluciones ni reforma sino revueltas, o inmolaciones como las del nueve de abril, y podemos plantear lo mismo en el arte, con algunas excepciones en la pintura y la escultura en donde Obregón es parte de una expresión de las rupturas y extrañamientos expresionistas que su grupo llamó expresionismo mágico. En la poesía y el ensayo Gaitán Durán hace el ejercicio de diálogo entre la poesía y el pensamiento latinoamericano y europeo, pero su muerte nos retarda la obra, no la obra de Gaitán, pero sí la de su generación. La comunidad artística del país no es consciente de las implicaciones que tiene todavía para el arte y para la literatura esta muerte, la renovación no muere con Gaitán Durán, pero se posterga, como se posterga por otros factores históricos y sociales la modernidad. Aunque sabemos también que en Colombia y Latinoamérica el proyecto moderno ha sido impuesto al contrafuerte de una realidad ya de sí en conflicto con este. Algunos pensadores latinoamericanos como Enrique Dussel, han intentado explicar este singular fenómeno cultural en Latinoamérica desde la anacronía que representan dos o muchos tiempos y mundos que confluyen y a la vez se rechazan, y diversas condiciones sociales y culturales que se retroalimentan, pero que no son un continuo de la experiencia de Europa sino expresión de una auténtica vivencia propia, por ello Dussel señala más bien un sentido de transmodernidad en lo que él llama “reconstructivismo, o visión reconstructiva de la historia de la cultura latinoamericana” como crítica de la multiculturalidad expuesta desde un afuera que todavía no nos lee y en donde manifiesta que no puede ser postmoderno lo que no ha sido previamente moderno.

¿Y qué tiene que ver la publicación de El sol y la carne con todo esto? Para responder a esta pregunta hay un complejo de entramadas construcciones y sentidos inmersos en nuestra modernidad conflictiva, conflicto vivido en toda Latinoamérica, pero que lo expresamos especialmente en Colombia, con toda la carga de violencias con las que estas fuerzas se confrontan en todos los ámbitos de la vida, y de eso hecho es que trata precisamente el libro mencionado que no por gratuito azar trae imágenes recurrentes de la violencia que no es solo violencia social; la naturaleza también se manifiesta, y lo hace muchas veces de la misma manera, como esas reses que navegan en el fango, o como los hombres y los elementos devastados al lado de la naturaleza, que nos presenta el libro de la poeta colombiana, en formas de vertientes y de aguas que se convierten en fuerzas demoledoras y en los elementos de esa devastación con los que la escritora reconstruye un sentido a través de su poesía.

En Los elementos del desastre, está la misma intención, pero su registro no logra una expresión en términos de la manifestación de un momento vivencial de la cultura, o mejor, de la poiesis, de traer a la realidad un sentido nuevo, o mejor, un nuevo ser, sin inminencia, sin llamado ni revelación, no hay hecho estético y menos poesía. Contrariamente estas condiciones se expresan con claridad en la violencia de los elementos que igual está en los poemas de Camila Charry que en los cuadros de la violencia de Alejandro Obregón. Aquí el sentido de relacionar estos dos momentos y registros de la creación tiene especialmente una intención temática, aunque tiene otras, entre las cuales está la relación del poeta en un contexto del arte que fue de donde partimos, sin diferenciar pintura de poesía, que no nos interesa por el momento si de lo que se trata es de la creación de símbolos, de lenguajes en plural que es distinto; en esto es igual para la pintura que para la poesía o la música. La intención no es hacer una referencia del género literario, o sí, pero no de manera exclusiva, porque además y sobre todo en los tiempos que corren, la palabra ha ganado en su dimensión extensiva que se expresa mejor en términos de una meta-poiesis, en donde son importantes y significativos los elementos con los que se construye el lenguaje, su materialidad, aunque esto suene extraño tratándose precisamente de un elemento tan abstracto como lo es la palabra.

Nos es previamente necesario reconocer las formas en que se expresan estas obras, si Obregón hace pintura poética, algunos de los poetas latinoamericanos fluyen en el mismo río en sentido contrario y hacen poesía pictórica. Tanto en Obregón como en Camila encontramos el ejercicio de síntesis de las formas que mestizan y hacen síntesis en la expresión americana sin ignorar la expresión europea, actitud que los libera de caer en los artificios de las formas y en las repeticiones de la mimesis que fueron y han sido el trasegar y la pérdida de muchos artistas del continente. Gaitán Durán, Beatriz González, Obregón, Rojas Herazo, Aurelio Arturo, o Ramírez Villamizar y otros artistas colombianos han sabido decantar su expresión en esas polivalencias, en las mixturas y en su profundo sentido de la expresión local, articulada con la expresión de otras latitudes, pero inmersas en un claro sentido vivencial del continente. No es difícil encontrar a Rulfo en la poesía reciente, en esas voces de los muertos que nos hablan desde su no tiempo, desde ese conflicto entre modernidad y tradición, como lo encontramos en Rulfo y que Rulfo sabe expresar plenamente con sus silencios. En Ramírez Villamizar y Obregón leemos lo mismo a través de los mitos de las culturas prehispanas expuestos como raíces antiguas y desnudas ante la luz del siglo XX; con formas vigorosas y al mismo tiempo abstractas, en trazos fuertes pero sencillos a la vez. En las terrazas, los picachos andinos, las pirámides precolombinas de Ramírez Villamizar, o en los toros, pájaros, peces y cóndores de Obregón el barroquismo es aparente; se le denominó “surrealismo”, “abstraccionismo”, “expresionismo” en Latinoamérica a buena parte de nuestra expresión porque se leyó desde afuera, o tal vez para no soslayar una expresión que ya había buscado en la síntesis de las formas su singularidad y su forma de superar la postergación moderna y proponer desde el arte un sentido propio, y no como respuesta o extensión de la vanguardia europea.

El homenaje de Obregón al poeta José Asunción Silva en Sombra larga y música de alas, y el otro homenaje a Gaitán Durán en su muerte nos habla de una generación dialogante y en busca de una corriente expresiva; las organizaciones que promovían los pintores y que eran parte de los tiempos que corrían con manifiestos y contra manifiestos, nos hablan no solo del ánimo de revuelta, allí estaba la búsqueda de un arte en diálogo con el afuera, pero lo más destacable es su práctica multidisciplinaria, el diálogo entre las artes.

Gaitán muere y queda en silencio su proyecto, con algunas voces y expresiones que se pliegan sobre sus propias obras, pero no hacen el trabajo expositivo y de puesta en común, cosa que a Obregón le queda fácil por su vitalismo expresivo. Diferente a lo que pasa con Gaitán Durán y Marta Traba, la pintura de Obregón le da continuidad a la actitud crítica de Marta Traba, esta vez en sus murales. Pero eso sería un ejercicio para otro momento, por ahora nos interesa de ellos su aporte al arte colombiano y de Gaitán su proyecto ético y estético, su voluntad estética contra la evasión crítica en lo político y contra la mimética del arte en lo imaginativo.

Pero más allá de señalar la pedagogía que ejercieron Obregón y Gaitán Durán: el primero en las escuelas de artes, pero más en sus pinturas y murales, y el segundo en la revista Mito, lo que se busca es seguir esa veta expresiva en la realidad del arte de tres momentos significativos distintos y su relación con la poesía reciente, y lo primero que se deja ver es el encuentro de dos poéticas entreveradas en tiempos y ciclos entrecruzados. Si Gaitán nos habla del rencoroso deseo y del incendio del ser, en su libro Amantes, nos está señalando una sensibilidad nueva, y un tiempo que no es el mismo tiempo de la poesía de las anteriores generaciones que eran en verdad expresiones de una conservadora sensibilidad municipal y costumbrista, a excepción de Los Nuevos que con Vidales se conectaban a los nuevos registros de la creación.

Camila Charry hace un ejercicio temerario, en contravía, y es en apariencia ese extraño viaje propio de los ritos mistéricos que la lleva en sentido contrario en el tiempo y en busca de la expresión que le antecedió, y de lo que se da cuenta en este viaje es de la condición del arte de hoy, en su regreso encuentra al poeta muerto, y entonces nombra, ya no un tiempo vivido sino el tiempo cuando la vida era. Camila nos habla desde un no lugar, desde ese no lugar que es la muerte; como el poeta Georg Trakl que despierta en el terror de la guerra y pregunta en medio de la tragedia: Dime cuánto tiempo hace que hemos muerto. No es el tiempo de Camila Charry el tiempo mítico, en su extraño orfismo no hay misterio alguno, y tampoco es el tiempo histórico y heroico, como el tiempo del soldado Pedro Camejo que se acerca a uno de los generales de La Independencia y le dice: “General, vengo a despedirme porque estoy muerto”. Este último es el tiempo heroico, del hombre que sabe que va a morir en la batalla, pero que la vida continúa en el resto de los hombres después de su muerte. Ninguno de estos dos tiempos está en el registro de El sol y la carne, aquí hay algo más extremo, es una especie de experiencia límite del poeta: no hay tiempo.

Ya no hay grandes batallas, no hay proclamas, ni grandes proyectos, el ser humano parece haber entrado en un tiempo amurallado, no en la muralla de un fuerte, sino en una condición terminal, en el muro blanco de esa gran necrópolis que es el comienzo del siglo XXI. No es tampoco el tiempo de El sol y la carne, –aunque por el título así lo parezca-, el tiempo solar de la sangre del rito, no es el holocausto sino un tiempo más allá del holocausto: el tiempo de las cenizas, de la carne en la brasa, pero ya sin rito y sin actores vivos, tal como está en las reses y los humanos sacrificados que presenta el libro, “ya no hay ni siquiera hombres o reses con quienes festejar la matanza”. Camila insiste en su percepción y su aventura solitaria, como argonauta que navega en medio del diluvio para ir más allá de esa pulsión esteticista del presente, y nos presenta un estado de conciencia desde la palabra que deviene en una metapoética, en pensamiento y filosofía, incluso en crónica, para decirnos, con angustiada insistencia, que las palabras están muertas, que los hombres y todos los seres que eran vivos están muertos, que ella misma está muerta, y para demostrarlo nos trae el calor de sus propias cenizas junto a las cenizas de “la última noche”. Su rareza es que no consiste tampoco en una metafísica, aquí ya no está el sentido religioso y ritual, o el sentido profético que anticipa los acontecimientos, es precisamente lo contrario, una especie de contra metafísica y de contra profecía ya que también los dioses, el tiempo y las palabra mismas están muertos. Y si hay alguna profecía, es una profecía al revés: una profecía del pasado.

Se dirá que esto ya lo había expresado Juan Rulfo, o que lo habría barruntado Nietzsche, pero la sensación es otra que se puede plantear a manera de pregunta: ¿por qué si estamos muertos se siente dolor, por qué se sienten tan dolorosamente vivas las palabras de El sol y la carne? Pesadillas, cosas del misterio y de la poesía, se dirá, pero aquí no hay ni siquiera misterio, el misterio también está muerto, en Camila las palabras son traslúcidas, se puede ver la claridad del sentido, sin claroscuros, como en El último cóndor destrozado pero lleno de una luz viva y azul, con visos refulgentes. Aquí hay realidad plena, vivencia al límite que es lo que le falta a los registros de la poesía erudita, aquí lo que encontramos realmente son las palabras en situación, lo que reclamaba el poeta Gaitán Durán en Mito a sus contemporáneos. Y es precisamente eso lo que hace de El sol y la carne una obra sugerente y viva.

Creo encontrar en esta vitalidad presentada con el disfraz de la muerte varias razones, y por ello tal vez también sobrevuela por su propia voluntad sobre las líneas de este ensayo El último cóndor. Igual está en Camila la fuerza viva del trazo del lenguaje, con la diferencia que Obregón lo que hace es una síntesis del tiempo americano, como lo hace Rulfo en los diálogos con el pasado aparentemente muerto. Camila radicaliza su experiencia y nos plantea, ya no la crisis que nos presentan las anteriores generaciones sino el estado terminal de la cultura.

Si Gaitán nos habla de una sensibilidad y un tiempo nuevos, nos presenta también una nueva generación poética. El poema erótico que contrastamos al principio del diálogo entre Gaitán Durán y Camila Charry contrariamente está en pasado, y por la misma razón este poema se lee junto al de Gaitán Durán, juntos en el no lugar de este tiempo. Camila Charry nos recuerda cuando estábamos vivos, hoy estamos muertos. Ese presente que dialoga con el pasado es una de las búsquedas de Charry con un profundo sentido del arte como presente simbólico a pesar de su condición de muerto. Es claro que no estamos en estos tiempos para creer de pie juntillas en el símbolo, el demonahora y siempre ha sido parte de la poesía. Este arte de El sol y la carne no es un arte de ofrenda, Charry nos presenta de manera brutal el cadáver de la obra de arte, y lo hace por paradoja de manera simbólica, y un abismo más: aquí el tiempo no es el que nos dice la ensayista brasileña Irlemar Chiampi, un tiempo que dialoga con el pasado para advertirnos de una condición no conclusiva del proyecto moderno, en Charry todo es clausura: la última noche, el fin de todo proyecto estético y humano. De allí su condición abismática, o si se quiere, de muro, de último fin, como el de una película que se acaba y nos deja en la ausencia de horizonte, en aquello oscuro que ya no es la noche, porque ya no hay noche siquiera, ya no hay otra cinta posible, es la última, y el fin es el verdadero. Nos angustiamos y volvemos a preguntar, ¿es esta realmente la muerte?, o es un registro de esta en el extrañamiento de los elementos propios de un presente destruido. O acaso lo que propone Charry, lo que ve, es el fin de toda trascendencia, la inminencia e invasión de lo efímero. Y aquí daríamos por terminado este ensayo si no fuera necesario también hablar de otros elementos que son extraliterarios, pero son necesarios a la hora de una aproximación a la crítica del momento del arte y la cultura, hagamos esa pausa como una glosa.

Álvaro Marín