Fuente: http://www.diariodecuba.com/de-leer/1413706257_37.html
Néstor Díaz de Villegas es un caso extraño en la literatura cubana: recuerda a demasiada gente y sin embargo solo se parece a sí mismo. (Lo más común es encontrarse poetas que no te recuerdan a nadie para al final parecerse a todo el mundo.)
Alguna vez —cuando aquello no nos habíamos visto nunca y eso me daba ciertas libertades asociativas— lo intenté comparar con Martí. Dije que "sus textos contienen esa intensidad pasada de moda, anacrónica pero no obsoleta, en su intento desesperanzado por inscribir la ligereza cubana en la pesadez del mundo".
Como ocurre con Martí, quien lea cualquier texto de Néstor —da igual que sea un poema o una reseña de cine— puede presentir en cualquier línea un consistente universo ético y —lo que lo hace más raro— estético. Como Martí, fue también encarcelado en la adolescencia por un delito letrado: si el llamado Apóstol de la independencia cubana fue a prisión por la famosa carta en que llamaba traidor a un condiscípulo por ingresar como voluntario en el ejército de la metrópoli, Néstor lo fue por escribir un poema en el que se "burlaba del cambio de nombre de la avenida Carlos III por el de Salvador Allende".
Este hecho revela no solo la precocidad subversiva del poeta sino la implacable lógica de un régimen que te condena a seis años por apenas un poema. La desproporción entre el delito y la culpa convierte el recuerdo trágico del presidio descrito por Martí en una broma pesadísima, una broma cuyo sentido enseguida captó Néstor.
Cuando se cae en prisión por tan poca cosa (y encima nadie se escandaliza) debe de asumirse de una vez que dicha enormidad nunca podrá ser entendida y por tanto no vale la pena dedicar la vida a contarla: nadie la va a tomar en serio. No le crean cuando diga: "Yo nunca he salido de la cárcel;/ veo cercos de púas donde/ otros ven milagros", porque toda su poesía es el grito orgulloso del que se sabe escapado, aunque no tenga a dónde ir. Y allí se distancia Díaz de Villegas de nuestro dramático apóstol para acercarse —por poner un ejemplo— a Joseph Brodsky, aquel poeta de Leningrado que mucho antes de convertirse en uno de los premios Nobel más jóvenes de la historia fuera condenado a prisión por el crimen tan extendido pero tan pocas veces castigado de ser un poeta en ciernes.
Aquello —y así lo entendió Brodsky— no era una injusticia porque lo injusto necesita algún punto de referencia, una noción aunque sea borrosa de justicia para ser percibido como tal. Aquello era una monstruosidad destinada a alterar definitivamente todo sistema de referencia y su dificultad para explicarla solo es menor que la de comprenderla. Aquellas condenas —y sospecho que en esto Brodsky y Díaz de Villegas lo entendieron de modo similar— fue una invitación definitiva a tomarse más en serio la condición de poetas porque tal profesión consiste precisamente en expresar lo inexplicable.
Y llegado a ese punto era obvio que dedicar un instrumento tan refinado como el de la poesía a explicar la existencia y funcionamiento de una tiranía es tan inapropiado como usar un Maseratti para arar la tierra. Donde otros habrían dedicado toda una vida a lamentarse de su mala suerte y entregarse a la laboriosa carrera de ser víctimas, tipos como Brodsky o como Díaz de Villegas prefieren utilizar la poesía en la tarea para la cual esta fue diseñada desde el principio de los tiempos: entender el mundo. Y como seres modernos la empresa de entender el mundo siempre empezará por la comprensión de ese fragmento mínimo pero inevitablemente familiar que es uno mismo. Su "Artes poeticae" lo dice con toda la claridad que se puede permitir el que está dispuesto a decirlo todo: "Saber lo que me pasa (lo/ que pasa realmente) es mucho más que/ un libro dejado sobre la mesa: es un abismo,/ y nada, absolutamente nada, lo expresa".
Y sin embargo, en el momento en que el judío ruso enrumba hacia el redescubrimiento de San Petersburgo —cuando en realidad había nacido en Leningrado— o hacia esa encrucijada entre Oriente y Occidente que fue Bizancio o esa otra Bizancio algo más occidental que es Venecia (para ser de una vez y por todas neoyorquino del Village) Néstor Díaz de Villegas, al igual que el menos acomplejado de nuestros poetas —Virgilio Piñera—, sale a cumplir su destino caribeño.
El Caribe es, ciertamente, una encrucijada más humilde en sus logros civilizatorios que Bizancio pero intersección de no menos caminos. Y Díaz de Villegas viene a cumplir ese destino a caballo entre dos ciudades tan poco caribeñas como Miami y Los Ángeles. Da igual cual sea el punto de partida porque el de llegada es la misma "caótica, telúrica y atroz Antilla cualquiera" que le enrostrara Cintio Vitier a Virgilio Piñera tras la publicación de La isla en peso.
Néstor, como Piñera, se da cuenta que no importa que la isla durante siglos haya sido "tan intensa y profundamente individualizada en sus misterios esenciales por generaciones de poetas". Si ha sido tan fácil desnudarla hasta dejarla en barbarie pura; si a los cubanos nos ha sido tan fácil exportar esa barbarie a donde quiera que vayamos; si basta un sencillo revolcón de la historia para que no sepamos cómo reproducir el acto elemental de erguirnos sobre nuestras plantas: entonces debemos reconocer que la barbarie nos pertenece bastante más que esa cultura que reclamamos como nuestra.
¿Estaremos condenados por la geografía después no ser absueltos siquiera por esa dama tan superficial que es la Historia? Para responder esta pregunta quien acompaña a nuestro Néstor durante un trecho y colgado del brazo es el espectro aún vivo de Derek Walcott. Para ninguno de los dos será el olor del salitre o la visión turística del cocotero lo que defina el Caribe, sino apenas su distracción. Lo esencial será el sabor del hierro oxidado de maquinarias traídas hace mucho tiempo para emprender uno de los proyectos industriales más feroces conocidos por la historia de la humanidad: el de la economía de plantación.
Ese y todos los que lo sucedieron estaban destinados a ser carne de óxido mezclado con esa simulación de cultura y civilización que es darle a un mundo de esclavos aires grecolatinos cuando la única conexión sólida con aquellas civilizaciones es ser precisamente descendientes de esclavistas o de esclavos. Dice Néstor iniciando su libro: "Después del alga viene lo desierto/ escuela de pescados voladores:/ un cúmulo comienza por el cero/ y el cielo es nuestro viejo cocotero/ que espera por las olas sin espejo". Y en esa desolación a la que los fetiches del turismo hacen más tenebrosa ya se anuncia la tragedia.
No obstante el premio Nobel de Santa Lucía Derek Walcott acusa a su Caribe de ser demasiado ligero, demasiado tenue para entenderse como tragedia y esto lo atribuye al fatalismo de los trópicos que ha llegado a resumir diciendo:
En ciudades serias, en inviernos grises y militantes con sus tardes cortas los días parecen transcurrir en sobretodos abotonados, cada edificio luce como un cuartel con las ventanas encendidas y cuando llega la nieve uno tiene la ilusión de vivir en una novela rusa del siglo XIX, a causa de la literatura del invierno. Así los que visitan el Caribe deben sentir que habitan una sucesión de tarjetas postales. Ambos climas son modelados por lo que hemos leído de ellos. Para los turistas el sol brillante no puede ser serio. El invierno añade profundidad y oscuridad a la vida tanto como a la literatura y en el interminable verano de los trópicos ni siquiera la pobreza o la poesía parecen capaces de ser profundas porque la naturaleza a su alrededor es tan exultante, tan resueltamente extática como su música. Una cultura basada en el goce está destinada a ser superficial. Tristemente para venderse a sí mismo el Caribe promueve las delicias de la ausencia de sentido, de la brillante vacuidad, se promueve como un lugar al que escapar no solo del invierno sino de la seriedad que viene solo de una cultura con las cuatro estaciones. Así que ¿cómo podría haber gente allí en el verdadero sentido de la palabra?
Como Virgilio Piñera con Aimée Cesáire, Nestor (pretendiéndolo o no) se revuelve contra Walcott o más bien contra su visión un tanto cándida de aquellas islas. El Caribe es capaz de producir sus propias sombras, su propio drama, sin requerir del concurso de las cuatro estaciones. Basta que produzca cantidades suficientes de crueldad, persistencia y memoria. Basta apenas un poco de tiempo o más bien de Historia. Después del amanecer —le advertía Piñera en La isla en peso al Césaire emocionado por el advenimiento de un nuevo día— viene el mediodía quemante y la noche tenebrosa.
Díaz de Villegas parece decirle a Walcott —incluso si no lo tuviera en mente— que basta esa dama superficial que es la Historia para hundir la ligereza caribeña casi tan bien como una buena sucesión de inviernos sin que —por cierto— la imagen de las postales se deteriore demasiado. Pero eso no hace más fácil entender los mundos con inviernos y nieves. Le advierte Néstor a Walcott, a todos sus lectores que "Toma una vida aceptar,/ solo aceptar consume tantas/ horas. Cocerá paulatinamente/ el invierno, las hojas caídas,/ si vienes de las zonas eternamente/ verdes, de los piélagos y las/ lomas. Toma una vida conocer/ el cierzo, entender los pinos y/ sus formas. Los bosques transformados/ que se ahogan. Los lagos cuajados/ que se quejan, las nuevas cosas".
Pero al fin y al cabo lo que nos reúne aquí hoy no son las conversaciones de Díaz de Villegas con sus compañeros de causa poética sino sus Palabras a la tribu que contienen todo lo dicho anteriormente pero van un poco más allá. Ya el título supone cierta sabiduría previa del hablante si no una clara superioridad. Quien habla a la tribu desde el momento en que lo hace, sea o no parte de ella, ha tomado una elocuente distancia. (No le hagan caso cuando diga "Ciertamente, no escribo para el pueblo/ a mí el pueblo no me ha dado nada", porque Néstor es todo lo populista que puede ser un verdadero poeta en estos días: Néstor Díaz de Villegas es el Hugo Chávez de la poesía). Pero también es alguien que se esfuerza por conservar esa forma de lucidez que es una buena memoria para así evitarse al menos en parte el destino de un pueblo que no quiere o al que no dejan madurar.
"El pueblo —dice Néstor— recibe una nalgada/ como un niño el jabón/ en la oreja. La camisa por fuera/ las rodillas raspadas/ y la caída a tierra". Buena memoria pero no para hablar desde la nostalgia porque Cuba "No es Ítaca. De ella se sale/ sin mirar atrás". Néstor habla desde el presente hacia el presente, el mejor y el peor tiempo que hay porque es el único que tenemos pero aun así está muerto y nos habla de un funeral donde se vela "El cuerpo del presente,/ tendido, en cuatro velas./ Himnos de las abuelas./ El oro de las muelas./ Despampanantes presidentes".
Y el presente como ya sabrán no es más que un seudónimo de la eternidad donde confluyen el pasado que nunca se va del todo y el futuro que ya se cansó de esperarnos allá. Desde ese presente y desde esa adultez, Néstor es el responsable de las palabras más generosas que se le hayan ofrecido a la tribu de los cubanos desde el ya mencionado Martí: "Los que no oyeron, los que se negaron/ a escuchar, los que siguieron de largo,/ los que acamparon a las puertas, los que/ pusieron un sello, los que quisieron/ desollarme, arrancarme el pellejo, hacer/ conmigo unas botas de piel humana, jabón/ de mis huesos y betún de mi médula, los/ que me arrastraron hasta el desfiladero,/ los que se me unieron, esos cobardes, son/ también mis hermanos, paridos por el mis/ mo padre". Y el poeta remata esta identificación con su tribu marcando una distancia mínima pero esencial al decir: "'¡Madre, no tienes derecho/ a mis palabras!', grité. '¡Hablar en libertad es/ desentenderme de ti! ¡Desentenderte!'".
Estas palabras a la tribu son un eco de las del Martí de los judíos, aquel redentor que dijo en medio del suplicio "perdónalos padre que no saben lo que hacen". Pero Néstor es populista pero no demagogo. Las salvaciones que propone no son fáciles ni aconsejables porque lo más parecido a salvación definitiva es la fuga infinita. "La salvación consiste/ en tomar el mismo camino dos veces", dice para agregar poco después: "La salvación consiste en ser espantado". Eso cuando no prefiere prevenirnos contra cualquier tipo de salvación. Por eso concuerda con nuestro Virgilio cuando dijo que "Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste", respondiéndole: "Tenían razón los nuestros:/ morir de la Peste es mejor/ que ser salvados, es mejorar".
Y a todo este discurso tribal podría acusársele de provinciano si no se hiciera con la conciencia clarísima de que tribu es humanidad o como diría en otros de sus poemas "No hay mundos sin el mundo/ ni palabra prescrita sin palabras". Y para demostrarnos que la aldea no está colgando en medio de la nada, para recordarnos que sin el mundo nuestras palabras o lo que es lo mismo, nuestra vida, no tiene ningún peso, acude a referencias externas que pueden ir desde el mundo judío al de la pintura o al del cine aunque en vez de mundos bien podría hablarse de otras tantas islas, tribus. Así cualquier tribu es el planeta y se puede decir sin temor a ser impropio o anacrónico: "En mi shtetl, hace cincuenta años se/ acabó la remolacha y la caña./ la zanahoria no se conoce desde/ el triunfo del fariseísmo". O convertirá a George Romero, el maestro del cine de horror, en el director de ese clásico del cine de zombis conocido vulgarmente como Revolución Cubana.
Pero todo esto no es nada en comparación con "el problema eterno", el de la carne a la que torturan todos los dolores y todos los placeres que nos harían iguales y comprensibles unos a otros si hubiesen palabras suficientes (y comunes) para explicarlos. Pero a pesar de que ese esfuerzo parezca derrotado de antemano, Palabras a la tribu es, como cualquier buen libro de poesía, un viaje al fondo del lenguaje y de sus posibilidades expresivas y un intento de arrear a los lectores más allá de su umbral habitual de comprensión. Porque por raro que suene en esos seres absolutamente egocéntricos que son los poetas para quienes en su mundo solo alcanza espacio para ellos y sus palabras, Néstor parece consciente de que la tribu es tan importante como su verbo.
Y no es que se trate de altruismo puro sino de puro interés. Néstor Díaz de Villegas no se hace ilusiones: ya sabe, más allá de sus poderes verbales, que sin el esfuerzo correspondiente de sus lectores o su tribu, como prefieran llamarles, toda aventura poética termina en naufragio. Ya lo ha confesado sin esfuerzo en uno de sus poemas: "Ya entendí, libro, que antes/ de entenderte, no existes". Son por tanto estas líneas que ahora concluyo una invitación descarada a darles a Palabras a la tribu su oportunidad de existir en cada uno de nosotros porque —por mucho que hasta ahora no hubiéramos reparado en ello— definitivamente las necesitábamos.
Este texto fue leído como presentación en Nueva York de Palavras à tribo/Palabras a la tribu (Lumme Editor, Sao Paulo, 2014), de Néstor Díaz de Villegas.
Algunos poemas de ese libro: La muerte de Mercurio, Diario de un esteta itinerante, Sueño y Freud.