Fuente: http://www.eluniverso.com/
Como cada 21 de marzo, y la semana pasada no fue la excepción, se celebró el Día Mundial de la Poesía. Intrigado por la fecha –una “sugerencia” decretada por los preocupados miembros de la Unesco en 1999– quise averiguar cuál era el documento respectivo. Lo encontré.
Allí, la Conferencia General concluye que: “1) Habiendo examinado el documento 30 C/82, Proclamación del 21 de marzo como Día Mundial de la Poesía, así como la Decisión 157 EX/3.4.2. relativa a esa proclamación, y 2) Haciendo suyas las recomendaciones de la Reunión especial, cuyas conclusiones se exponen en el documento EX/9, que tras examinar atentamente la situación de la poesía a finales de este siglo acogió con satisfacción y entusiasmo la idea de la proclamación de un día dedicado a la poesía (…). Proclama el 21 de marzo Día Mundial de la Poesía”.
No era como para dar un salto con los dos dedos (índice y medio) de la victoria y menos para evocar a Hölderlin. No diré que no se necesita un día para la poesía, que todos los días lo son. No es cierto: la poesía es inesperada. La admiro, pero acepto como una verdad lo que respondió Faulkner a Jean Stein, de que todo novelista quiere escribir poesía primero y como no puede intenta el cuento y como tampoco puede con el cuento entonces escribe novelas. Sigo leyendo poesía y casi diría que la gran mayoría de mis colegas escritores son poetas, que no novelistas (de estos también me alejo corriendo cuando empiezan a hablar de premios y agentes literarios, y sobre todo cuando saben que leo poesía). Mi afición, sin embargo, no impide que salga corriendo cuando veo o escucho un poema. Precisaré: un poema maltratado. Quizá si la poesía necesita un día es porque está en extinción o discriminada. Casualmente –o no, lo sabrán los funcionarios de la Unesco– el 21 de marzo también es el Día de la Eliminación de la Discriminación Racial. ¿Cuáles serían esos maltratos de la poesía? Enumero algunos: los poemas trufados de adjetivos y exclamaciones, los poemas que sufren un sarampión de puntos suspensivos, los poemas declamados para las quinceañeras en las fiestas de quinceañeras –una costumbre que espero haya acabado y, si no, ojalá que este artículo circule allí clandestinamente–, las obras completas de quinientas páginas autoeditadas por un poeta incomprendido, el poema que es un juego paródico (muy malo) de otro poema (muy bueno), llamar poetisas a las poetas, atribuir últimos poemas a Borges o García Márquez y enviarlos por mail. Hay tantos casos más. Pero daré un giro y diré cuándo sospecho que la poesía sorprende y me atrae sin decreto, como en una foto recuperada, en un reportaje preciso, en un movimiento que no quiso ser de baile pero lo fue, en una escultura de piedra que parece levitar, en un plato caliente o frío que combina apariencia y aroma, y, por supuesto, en un libro que abro por casualidad sin saber nada de su autor y en donde, de pronto, ahí y para siempre, se produce una impronta con pocas palabras a las que habrá que seguir escuchando atentamente.