Fuente: letralia
Que la muerte hace un trabajo prodigioso y a cada cual coloca en su sitio se comprueba con el destino de los tres libros de Fernando Molano Vargas (Bogotá, 1961-1998): Un beso de Dick (1992), Todas tus cosas en mis bolsillos (1997) y Desde una acera (2012).
Hijo de un mecánico y de una falsa heredera, sexto de siete hermanos, hizo la primaria en una escuela pública del barrio Egipto y el bachillerato en los institutos José Joaquín Caycedo y Nicolás Esguerra mientras vivía con su familia en el barrio San José de la Granja. Luego ingresó a la Universidad Distrital para estudiar electrónica, que cambiaría por los estudios literarios en la Pedagógica porque el gobierno de Belisario Betancur y su ministra de educación Doris Eder había cerrado la Nacional, liquidando la universidad que había creado Gerardo Molina durante el gobierno de López Pumarejo.
Pronto descubrí —dice Molano en Vista desde una acera— que en las universidades de nuestro país no existía la investigación tecnológica, que el destino de un ingeniero en electrónica bien podría ser el de un administrador de empresas, el de ser un encargado de hacer o dirigir el mantenimiento de los equipos de una compañía, el de ser un encargado de adquirir y montar las tecnologías creadas afuera; el de ser una persona muy aburrida, en suma.
Marcos Palacios Rozo, un bogotano que había militado en las juventudes del MRL junto a Jorge Child, Guillermo Puyana Mutis y Manuel Vásquez Castaño, uno de los fundadores de la Federación Universitaria Nacional junto a Galo Burbano López, Armando Correa y Jaime Arenas Reyes, que había conocido varias cárceles antes de graduarse de historiador del café en Oxford, complaciendo a Belisario Betancur cerró la Universidad Nacional durante 346 días con un costo de 7.100 de los 7.300 millones de pesos de 1984 de su presupuesto anual. Conocido como El Pacificador de la Nacho, liquidó las residencias universitarias, cerró las cafeterías, hizo confinar el campo docente con una inmensa malla de hierro que la separó del mundo exterior y clausuró las secciones que agrupaban por áreas a los profesores rompiendo los espacios democráticos que permitían ejercer la libertad de cátedra. Sus acciones incrementaron los índices de pobreza entre los estudiantes de provincia, avivaron el odio y el irrespeto al desconocer los cuerpos colegiados cooptándolos de manera explícita, cesó forzosamente a sus enemigos académicos, prescindió de las consultas para elegir rector y decanos, fiscalizó con mano de hierro las publicaciones y medios periódicos desoyendo sistemáticamente las criticas y opiniones a imagen y semejanza de la revolución cultural maoísta.
Aprovechando como justificación la última revuelta estudiantil, en la que resultó un estudiante muerto, el gobierno clausuró el semestre académico, cerró la universidad e hizo que el Consejo Superior nombrara como rector a un verdadero cretino, con el cinismo suficiente para realizar una de las reestructuraciones más burdas y más violentas que haya sufrido y padecido aquella universidad en toda su miserable historia, dice Molano. El cierre escondía algo despiadado: el inicio de la privatización, la muerte de la única y verdadera universidad pública. Decretada la suspensión de las clases, fue nombrado como rector un oscuro personaje. Tan pronto como estuvo sentado en su escritorio, empezó a usarlo como un burdo gerente de una compañía de demoliciones. Partió en dos el campus con una carretera que lo atravesó de extremo a extremo: así separó de él el inmenso conjunto de edificios concebidos como residencias estudiantiles, e hizo trasladar allí todas las oficinas administrativas de la universidad. Donde antes se alojaban los estudiantes pobres y de provincia, donde dormían en cómodos apartamentos, donde leían para sus clases, donde concebían sus ideas para escribir un ensayo, donde tecleaban sus máquinas de escribir, donde se hacían el amor, donde fumaban sus cigarros de marihuana ahora sólo albergaría a los burócratas en horario de oficina. Los demás edificios de residencias que quedaron dentro del campus fueron entregados a diversas facultades que hacía años necesitaban de ampliación (si un hombre pierde la retina de su ojo izquierdo, ¿el cirujano lo aliviará trasplantando la retina del ojo derecho?)... Cuando en una entrevista de prensa se le reprochó al rector pretender eliminar los dos servicios de bienestar estudiantil más importantes, más necesarios, más humanos que cualquier universidad pública, que se precie de serlo, conserva y consiente en cualquier país civilizado, aquel cretino no tuvo el menor pudor en responder esta burda frase de camionero (con perdón de los camioneros): “La universidad no es un servicio de hotelería y comedero”. Lentamente, la universidad se convertiría en un centro educativo sólo para chicos glamorosos. Ya casi no existen los grupos de estudio, las cofradías de inconformes, o de científicos e intelectuales en ciernes, o de pichones de artistas, o de aspirantes a escritores que conversan sobre Proust. Ahora son más frecuentes los clubes de fans de Queen o de los Rolling Stones. A mí me parece un poco triste; a mí que me gustan Queen y los Rolling.
Un beso de Dick y Vista desde una acera son dos poemas narrativos donde Molano, como quería Quinto de Esmirna, usando de su existencia y tragedia, rumia sobre lo erótico a medida que nos baña de la gracia con el esplendor de su prosodia bogotana y una sintaxis aprendida en los maestros que admiró. Las dos novelas tienen como protagonistas al propio Molano y a uno o varios de sus amores mientras atendía las escuelas públicas, los colegios de bachillerato y los años de universidad. Un breviario de los amores de un niño mientras entra en la adolescencia y que al cumplir la segunda década descubre cómo la muerte le pisa los talones y le concede la pena de haber conocido el amor y no poder prolongarlo.
A pesar de que Molano y algunos lectores han vinculado Un beso de Dick con el Oliver Twist de Dickens, el modelo de su lenguaje fue The Catcher in the Rye de Jerome David Salinger, que en una suerte de monólogo narra las vicisitudes de Holden Caulfield con las drogas, el alcohol y la prostitución en New York luego de ser notificado de su expulsión de la escuela preparatoria. Un rebelde, inadaptado e inmaduro de gran perspicacia que resume ese período de la existencia llamado adolescencia como el momento donde no se sabe qué se quiere. Como en Salinger, también Molano reflexiona sobre la vida mientras piensa en qué es la poesía a partir de un texto de un autor cubano.
Si les interesa lo que voy a contar, primero querrán saber dónde nací, cómo fue mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás pendejadas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contar nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si me pusiera aquí a hablar de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero como quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contar mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablar de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D.B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. Él será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprar un Jaguar, uno de esos carros ingleses que se ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora tiene mucho dinero. Por si no saben quién es, ha escrito El pececillo secreto, un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que da título al libro. Un niño que tiene un pez y no lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D.B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.
Así arranca The Catcher in the Rye. Pero el laurel de Molano permanece como en Salinger en la pulsión sexual que condensa su prosa, ardiendo de pasión por todos los cuerpos que frecuenta en New York y por el único cuerpo que en Bogotá desea Felipe (Fernando), un muchacho de dieciséis años, que atiende las demandas de su carne y explora sus deseos en Un beso de Dick:
Leonardo se ve lindo parado atrás del escritorio para que no le veamos las piernas (pero de todas maneras se le ven un poco, entre el borde de la pantaloneta y el borde del escritorio; y eso da ganas como de pararse uno para mirar más...). Él empieza a decir que va a hablar sobre un poema de Eliseo Diego, que es un poeta cubano...; y se sienta para que ya no le miremos más... ¡sus piernas!
Leonardo me mira de pasada..., y es como si estuviéramos solos en otra parte. Ya casi nadie se fija en sus piernas, aunque él está de pie y tiene el libro abierto sobre el pecho; sólo miran su dedo paseándose por la lámina: sólo las cosas que él habla pueden ser más bellas que él, me digo. Y no me reprocho estar deseándolo tanto ahora: el profe de religión siempre dice que es malo caer entre las bajezas de la carne, pero yo no sé cuáles bajezas: ese profe debe ser como demente o algo así... O quién sabe: tal vez Dios esté mirándome feo por estar queriendo tocar a Leonardo mientras él habla esas cosas bellas de la poesía... ¡Pero, Dios: él es más bello que todos los poemas y todos los cuadros bellos!: y si no, mírelo: hasta la Virgen de las rocas mira como si le estuviera mirando a él sus piernas; y parece que ella quisiera tocárselas con su mano...
Dios debería, más bien, ponerle su mano en la cabeza a Leonardo para que ya no esté triste: porque ahora él dice que nosotros descubrimos que el poema habla de una sensación rara, que sólo los poetas se ponen a sentir estar mirando las figuras de “La Virgen de las rocas”, y sentir que no es uno el que las mira, sino que son ellas las que nos miran a nosotros. Y entonces dice que él ha sentido lo que dice el poema: que esas mujeres de las rocas, ahí tranquilas como están, nos miran con pesar y con amor, a nosotros y a las desgracias que nos pasan... ¿Por qué dirá esas cosas Leonardo?...
—Yo miro ese cuadro —dice él con las manos entre la chamarra, recargándose al escritorio mientras el libro rueda por todos los puestos—, y es... yo no sé: como mirar lo que uno siempre sueña: estar así como las figuras del cuadro, en medio de las rocas tristes que son como la vida de uno a veces; pero estar así de tranquilo como esas mujeres; y ya no sentir miedo de estar solo; o de saber que un día se va a morir uno... Yo creo que eso dice el poema: que un día yo me voy a morir y ya no podré mirar más ese cuadro, pero las mujeres de las rocas van a seguir ahí mirando a otros; entonces a uno le dan ganas de estarse otro rato mirándolas, como si uno quisiera meterse en el cuadro, y estarse al lado de ellas como están esos dos niños...
Yo les digo todo esto porque... porque ese poema y ese cuadro a mí me han hecho pensar que cuando uno se enamora es como estar en esa pintura de las rocas. Porque el mundo sigue triste, y la gente se mata, y hay gente que lo odia a uno... O sea, todo sigue igual de mal; pero uno se enamora, y se enamora alguien de uno... y eso es como estar en un lugar como ese: donde a uno lo alumbra el Sol como a esas figuras de las rocas. Y allí uno puede estar tranquilo y no tener miedo...
Claro que uno se enamora y también se siente miedo...: de que al otro el amor se le acabe..., o que se vaya, o que se lo lleven, y uno otra vez quede solo, y todo oscuro. Y entonces a uno le dan ganas de correr a... a donde su pareja, y abrazarla y no soltarla: porque también pueden querer separarnos; no como a las figuras de las rocas, que todos las miran pero no las tocan, sino que las dejan allí tranquilas... Por eso uno hace cualquier cosa para que lo quieran más y no se separen de uno. Y... creo que ya estoy hablando mucho.
Tal vez... a ustedes les parezca una bobada todo esto. Y tal vez yo no debería decirlo. Porque a quién le interesa lo que yo siento. Pero de todos modos, desde el día que leímos el poema y vimos el cuadro, a mí el poema me gusta más. Y desde ese día yo...
Al final de Vista desde una acera, Adrián y Fernando componen un ensayo para definir qué es la poesía, porque percibían que ella como una divinidad está en todas partes, en los poemas, las novelas, los cuentos, los dramas, las pinturas, las esculturas, los diseños arquitectónicos, las sonatas, las sinfonías, los enunciados matemáticos, en los pasajes de los libros de historia y la astronomía. La poesía era un magma inmenso que todo contaminaba porque aparecía allí donde el hombre había intervenido. Pero, aun cuando sonase verdadero, la poesía servía para nada contrariando los otros objetos que fabricaba el hombre, un cepillo de dientes, una bomba atómica. Después de muchas vueltas concluyen que, así como la simpatía, que es indefinible, la poesía es tan inefable como un armónico de notas que fascinan e impiden escuchar el resto de la melodía, o la imprecisa resistencia de los colores que se tocan en una línea, o la frase que al ser leída en voz alta nos apresa como una abeja sobre un pétalo o el aroma de las cosas viejas en los armarios del ayer y la luz y la oscuridad de una mirada que nos deja caer el dolor y la amargura porque la poesía no sólo es sino que está.
Con esos artificios ideológicos están compuestos los poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos, el libro que la Universidad de Antioquia publicó unos meses antes de su muerte. Aquí el destilado incluye buena parte de la tradición lírica nacional y no es raro percibir en ellos destellos de Silva o remotas paráfrasis de Cavafis. Shakespeare, Luis de León, Horacio, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Whitman, Rilke, José Manuel Arango, Borges, Wilde, Wordsworth y Coleridge desfilan, más desnudos que vestidos, en ese puñado de textos que rinden tributo a la felicidad como único atributo del cuerpo deseado.
No hay que creer, como muchos de sus lectores, que Molano era un ingenuo y un inocente. Nada de eso. Que hubiese elegido la rotura de la adolescencia al entrar en la vida adulta para levantar las epifanías de su poesía no significa que no hubiese bebido todas las amarguras de la pobreza, separación y exclusiones de una sociedad miserable y abyecta como la Colombia de hoy.
En mi país, este lugar inicuo enamorado de su pobreza, conforme y sin dignidad, ignorante del sentido de lo fraterno, de la amistad, del amor verdadero, imbécil y egoísta, eso éramos nosotros. Así, no sólo en mi país, en mi ciudad, en mi barrio y en mi calle y antes que nada en mi propia casa me sentía como un extraño, era un extranjero.
Sentado a la puerta de mi casa
Sentado a la puerta de mi casa
sin mirarme
frente a mí pasan
me ofrecen sus espaldas
sobre el mugre de sus bluyines
yo pienso ¡Dios!
y mi tarde se hechiza entre sus pliegues
con sus pasos...
Señor:
¿qué llevan en sus bolsillos
traseros
los muchachos?
Dulce hermano de los arietes
De niño, papá despeinaba mi copete para que yo
me enojara como un hombre.
En los pesados trabajos de su taller de hierros forjó
rudamente mi cuerpo. A los quince años mis piernas
sostenían sin dificultad una nevera, y en mi pecho
hubiesen podido llorar dos o tres muchachas.
Allí mismo, en los sucios almanaques Texaco que
envejecían sobre las paredes, él me enseñó el amor
por las mujeres desnudas; y asomado a la puerta de
las cantinas donde a veces bebía, aprendí la manera
de aprovecharme de ellas. “Pero llegado el día en
que tu madre enferme de muerte —me decía ebrio
mientras los llevaba a casa—, será justo que prefieras
cuidar de tu esposa”.
Sin preguntar nada, un día celebró las heridas de
mi primera riña y, sonriendo, descargó un puño
sobre mi pecho. De alguna manera él supo entonces
sobreponerse al miedo, y hoy, a mis diecisiete, presumo
de poder llegar tarde a casa.
Oh, Diego, en largas jornadas papá hizo de mí una
fortaleza. Y es una maravilla cómo sostienen sus
muros ahora que entras en mí como un duende, y
podemos a solas jugar y amarnos como dos niños.
V.I.H.
Soy joven y estoy aún,
digamos,
en ese tiempo inverosímil
que para mis mayores ha huido
tan de prisa.
En mí el deseo
se encabrita a cada instante
de cada noche y de cada día,
y bien podría ser recomenzado
sin dar, por otra parte, mucho.
Así, no tengo por qué pedir la fuerza
y el coraje: yo no los tengo simplemente
y sigo —sin proponérmelo siquiera—
echando cosas en el talego de mis sueños.
Aún conservo —no sé explicar cómo—
una pizca de esperanza
suficiente
para creer que serán mejores las cosas
—no las mías: las cosas llanamente—
e intento,
aunque no puedo evitarlo a veces,
no ser cruel.
Pero hacia mí la muerte se apresura.
En verdad, hace años la tengo
pegada a mis talones,
soplándome su vaho en los carrillos.
Manos arriba contra la pared,
apretados los muslos y los ojos,
ella me tiene;
y aguardo, solo, a que por fin me aseste
su triste golpe.
¿Qué espera, pues, la muerte?
¿Qué pretende conmigo esa señora
sólo rozando mi cuerpo
sus tiernos velos
sin abrazarme?,
mientras a mi espalda bulle y me excita
la vida
y el amor,
y el deseo: los muchachos,
el fresco aroma en sus axilas...
Al borde de un abismo, mirando este paisaje
Antes de que acabe el amor
¿no podría resbalar —como sin querer—
hacia la muerte?
Mira
es bello el sol en este ocaso
y es más tierno el verde en las montañas
poco antes de que lo apague la noche.
Ahora que tu corazón palpita alegre
como un niño recién raptado
¿no sería hermoso morir antes de que el raptor
se harte de ti
y te devuelva a la triste casa?
Es bastante
hondo
el precipicio.
Vamos: da un paso al frente.
Es la hora propicia:
avanza...
A trois
“Mientras ellos me quitaban la camisa
—aún no busco algún botón sobre la alfombra—
yo pensaba: tus manos por mi pecho
querido amigo que
de prisa
me has dejado.
Sin embargo, me decía yo:
tus dedos enredados en mi pelo
y tu voz sobre mí
desnuda
y lenta:
tu ternura.
Pero ellos
babeaban mi cuerpo como orugas
y al oído me gritaban suave:
¡voltéate
mariquita!
Hasta el alba tu cuerpo junto al mío
imaginaba
cuando ellos se habían marchado con el goce.
Recogía pues
mi cuerpo
recostado
y no recordaba —en verdad no me dijeron—
sus nombres.
Dura cosa es la venganza.”
¿Así me justificaré de nuevo
cuando ya sea la mañana
en el espejo? me digo
mientras rondamos esta calle oscura
y entramos por fin en el motel.
Como Bagoas
Ahora que has logrado
con tiernas escaramuzas penetrar
los frágiles muros de mi alcázar
entra a saco en mi corazón
y conserva la mejor parte del botín
—me haría feliz saber
que para ti he guardado mis riquezas
No temas hacerme daño
sé severo conmigo
enséñame a ser
tu buen muchacho
Haz encender las brasas
y con candentes hierros
graba en mi piel tus iniciales
pues quizás
harto de mí
partas mañana a emprender nuevas conquistas
y quisiera poder testimoniar
que he sido amado por ti
hermoso caballero.
Bibliografía sobre Fernando Molano Vargas
Carlos Patiño: “Moviendo la lengua”, en Magazine Dominical de El Espectador, Bogotá, 21 de marzo de 1993. El Tiempo: “Fernando Molano”, Bogotá, 26 de junio de 1992. Francisco Barrios: “Molano siempre está allí”, en Arcadia, Bogotá, 22 de mayo de 2010. Héctor Abad Faciolince: “La bondad en una esquina”, en El Malpensante, Nº 132, Bogotá, 2012. Juan David Correa: “Verdad”, en El Espectador, Bogotá, 7 de septiembre de 2012. Juan Esteban Agudelo: “Para recordar a Fernando Molano”, en El Mundo, Medellín, 19 de enero de 2013. Lina Mariana Valencia: “Sobre el uso del lenguaje en la novela Un beso de Dick, de Fernando Molano Vargas”, en Polilla, Nº 7, Armenia, 2006. Verónica Londoño: “La novela póstuma de Fernando Molano”, en El Tiempo, Bogotá, 28 de setiembre de 2012.