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Esther Fernández H., poetisa mexicana

Fuente: protestantedigital

Estoy convencido de que el escritor evangélico debe ser un siervo antes que un artista. Pocos tan entregados a la obra como el consagrado Báez-Camargo, acaso el más reputado de la poesía evangélica mexicana con toda justicia; más que un humanista, Gonzalo fue un hombre sensible que puso todas sus capacidades al servicio de Dios y del prójimo.

 

Desafortunadamente, el panorama de la literatura evangélica en México se reduce a una escasa nómina, antes y después del oaxaqueño. A pesar de ello hay voces que es menester reconocer mientras éstas viven. Una de ellas es la de Esther Fernández Herrera, nacida en Guadalajara en mayo de 1924. A ella sea este artículo.

Esther Fernández ha escrito una biografía titulada  Episodios de una pródiga  donde se confirma lo que ya se vislumbra en sus varios poemarios: una mujer amante de la obra misionera, surgida de la nostalgia pero henchida de gozo y de esperanza en Cristo. Esta tensión es la que más se presenta en sus textos y es su nota más característica. Leamos esta estrofa de “ Versos del alma”: “ Es tan dichosa mi alma / que de dicha yace inerte / la que fuera / turbadora sombra de la angustia ”. Dos pulsos laten en la poeta, el del recuerdo doloroso y el de la redención triunfante. Así lo expresa en “ Cosas viejas”: “ Mas revivir los recuerdos… / Señor… no lo deseo… / porque grande es la dicha / que hoy a tu lado tengo ”.

Es el dolor de la partida el que marca su vida y humedece sus versos: el fallecimiento de sus padres cuando ella apenas estaba por cumplir los siete meses de vida y, posteriormente, más doloroso en tanto más aprehendido, el fallecimiento de su abuela. A ese pasado ya no tiene caso cuestionarlo, tratarlo de entender. Es así como lo reconoce en “ Por qué reprochar el pasado”, acaso uno de sus poemas autobiográficos más agudos.

 No reprocho al pasado
 cuando pienso en mi sombra
 desolada y perdida
 en infieles caminos
 de un ayer de quimeras.
 No reprocho al pasado
 por no haberme brindado
 en mi primer caminar
 silenciosas veredas.

 Cuando contemplo
 rosas de otros prados
 con aromas de almendros;
 y en el mío solo hay
 pávidas floras de ensueño…
 No reprocho al pasado
 por no haberme dejado
 un jardín de hermosos recuerdos.

 No reprocho al pasado
 por la temprana lluvia
 que no cayó en mi huerto;
 ni por la ausencia
 del candente sol de mediodía
 en mi estación de primavera,
 dejando sin fruto la heredad
 y la esperanza de él, ya ida.

 ¡No reprocho al pasado de nada,
 en los inescrutables misterios
 de la vida!

 Esther Fernández es heredera del lenguaje modernista que abundaba en las primeras décadas del siglo XX en México. Es una mujer que se deleita en la naturaleza porque es obra de Dios y también porque es capaz de adaptarse al alma, de reflejarla y contenerla, como lo exaltaron los románticos. En muchos de sus textos, Esther se asume como un ave que gorgorea aún cuando no es primavera. Y ese amor por los versos ella reconoce está alimentado por la nostalgia. Sin embargo, la poesía de Esther Fernández es también una constante declaración de amor a Cristo, de quien rememora en varias ocasiones su nacimiento y su sacrificio por gracia y para nuestra salvación: “ Mas ¡ay! yo también / en esa cruz… clavé un clavo / en el tránsito de mísero camino, / mas en medio de la angustia / de trágica historia humana / y en hondo gemir por mi pecado; / sorbí esa redención, que ángeles proclamaron; / y así viniste a ser, niño divino… / mi principio de victoria… / por tu perdón… consumada .” (“ Nacimiento y muerte”). Sus versos también arden en deseo, braman como ese ciervo ya tan famoso del salterio. Su poesía es, pues, plegaria, gratitud, alabanza.

Esther Fernández es una mujer bautista, hay que decirlo, cuya vida la ha dedicado a la obra misionera, inclusive ha redactado numeroso material del tema, desde folletos hasta discipulados. Ha trabajado en prisiones, con migrantes, con niños y niñas, jóvenes y jovencitas, en seminarios y en la iglesia local; ha elaborado material evangelístico y de enseñanza. Ama a México y ora por su salvación como lo demuestra el “ Canto a las etnias”: “ Vayamos por selvas y cañadas, / por lánguidos campos… / surcos de tierra morena / y escarpadas montañas / con olores a mil penas. / Vayamos con el alma dolida / a recoger sus quebrantos, / proclamando al Redentor que vino / a libertarlos de la oscura / mazmorra del fiero paganismo / para forjar en cada uno / ¡la imagen de Dios-Cristo! ”. Quien la conoce, sabe bien que ha vertido su existencia al evangelio.
Actualmente vive en Oaxaca y no cesa de admirar sus paisajes, sus zonas arqueológicas, sus vistas. Es fiel asistente de la Primera iglesia Bautista, en la que ha permanecido a pesar de las luchas y los escollos. Vive rodeada, en espíritu, por hermanos en la fe que la aman y la procuran. Y es que la vejez siempre es un trago complicado, pero para ella es la oportunidad de recordar, en medio de todo, y de volver a vivir el amor de Cristo.

Hasta donde sé, es ella misma la que ha impreso sus libros; nunca se ha procurado fama ni reconocimiento público, lo que le da a su obra un aura más sutil y brillante. A pesar de ello, considero injusto que sus poemas se limiten a este trozo del mundo. De ahí que me haya decidido a escribir este homenaje.

 Eterno canto
 Necesito lenguaje de querubes celestes
 y trinos sonoros de aves tempraneras
 para que escuchen los lejanos vientos
 que mi alma dulcemente es cautiva
 en amor que se torna más ferviente
 por quien me ha dado nueva vida.

 Ya murió mi existir lastimero
 al sucumbir el pecado ante cruz excelsa,
 do la sangre de unigénito cordero
 sanó dolientes llagas, causa de juvenil torpeza
 al caminar por mísero valle
 donde todos los hombres tropiezan.

 La vejez ya se enseñoreó de mí.
 Encuéntrome en la cumbre del camino
 donde ya se vislumbra del día el ocaso,
 de saciar mi sed de estar eternamente contigo.
 Mientras esa voluntad, Señor, la cumples,
 necesito lenguaje de celestes querubes,
 de aves tempraneras sus sonoros trinos
 hasta que escuchen los lejanos vientos
 y el eco trascienda la sorda muchedumbre
 de que tu horrendo martirio
 fue a mi corazón fuerte quebranto
 haciendo de esa gloriosa acción
 ¡mi eterno canto!