La poesía es un género de orilla, una dulce droga recóndita que se consume en círculo de cofrades.
Ruedan por ahí varias encuestas que no sólo acreditan que la gente lee, en general, sino que incluso lee poesía, en particular. Yo más bien recelo del dato.
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Primero, porque no sé a qué llama el gentío lectura, si a un pliego de Platón o a una pantalla de Tinder. Y porque tampoco sé a qué llama ese mismo gentío poesía, si a una ocurrencia en corto de internet o a una estrofa de Gonzalo Rojas. Sospecho que los datos optimistas de estas encuestas, que concretan un cincuenta por ciento de lectores habituales, al mes, los sonoros datos alegres, digo, son fruto de una alta permisividad a propósito de qué experiencia es exactamente una lectura, si un paseo por Instagram, un poemilla de videntes en YouTube o un catálogo de Ikea.
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Digo esto porque los editores de poesía suelen avalar que es motivo de mucho contento que un autor alcance los quinientos ejemplares de venta. Eso, y que yo, que soy lector de verso como oficio primero en la vida, encuentro pocos semejantes en ese empleo, para ir y pegar la hebra de tertulia. Me temo que va a ser verdad que se lee más poesía, pero quizá siempre leemos los mismos.
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Esto no lo recoge la encuesta, pero la encuesta la hacemos sin hacerla a diario, porque la poesía es un género de orilla, un difícil género marginal, una dulce droga recóndita que se consume en círculo de cofrades, entre escasos y escasísimos. La cifra de quinientos lectores que compran un poemario en un sello solvente del género me parece a mí más elocuente que la cifra de encuesta, que casi viene a celebrar un lector de poesía en cada familia, aunque en las familias sólo encontremos un ejemplar de la Biblia y otro ejemplar del Quijote, que son los dos 'bestseller' indiscutibles de siempre.
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Luis Alberto de Cuenca arriesga que hay una poesía de verdad y otra de internet. La primera sería la farmacia de los versos y la segunda el herbolario de los versos. Se explicaría así, incluso, que hay más poetas que lectores de poesía. Una verdad, por cierto, que nunca recogen las encuestas.
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Por Ángel Antonio Herrera