Fui dejando papelitos como migas de pan entre los versos frescos que están “de este lado del viento” la melodía continua que nos ofrece Pancho Cabral.
Un libro hermoso, territorio de la poesía que hunde parte filosa de su raíz en los mitos y costumbres, en la forma de estar siendo del hombre de estas latitudes.
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Fue caldeando su voz original con mensaje diáfano desde muy jovencito en La Rioja, luego en Buenos Aires, Mendoza y casi sin escala en París, a donde llegó a los 30 años dejando atrás la dictadura argentina.
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Poeta y cantor trashumante, que llevó el susurro de la acequia, la historia del mikilo, las siestas del carnaval con olor a albahaca y la sombra del algarrobo presidiendo los patios de un pueblo serrano. El foco muchas veces puesto en esas muecas sencillas, amables de los pueblos andinos, en sus personajes pintorescos, la contracultura de aquella que se escribe en la Buenos Aires del puerto o se acuña en la Argentina rica de la pampa húmeda.
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“Se prende de tu cintura, no tiene hechura este carnaval”. La chaya, ese canto del pueblo que celebró con su poesía, lo tuvo como un excelso cultor en los reductos parisinos, donde una vez cantó con Mercedes Sosa.
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“La Negra nos regaló aquella bella canción ‘Azul provinciano’ en La Casa de las Américas” me contó un narrador oral cubano llamado Garzón Céspedes en Córdoba en el 85, deslumbrado todavía cuando habían pasado cuatro años de aquella noche mágica.
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“La cáscara del zonda, ese marrón diluido de horizonte ha pasado dilatando los ojos de los pájaros”. El paisaje muchas veces es el de este continente, Latinoamérica, que nos duele y que le duele a Cabral.
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El poeta baja la voz y susurra casi al oído las verdades nimias, simples de la vida: “Allá atrás en el patio/ bandera de la siesta/colgada en el nervio de la resolana/ la intimidad de la casa”.
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Hay una paleta azul, pero también marrón y de sepias bajos, en una poesía que a veces narra, hermosamente, en versos.
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Cuando su voz es el canto del pueblo nos dice “Boliche de Santos Vega/ apenas cruzando el río/ yo me pasaba la siesta/mirando correr el vino./ Y la siesta era un verano/ con aire de duende antiguo/ donde los hombres bebían/ jugando no sé qué olvidos”.
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Valga peor canallada que decir letrista como si se tratara de un entenado de la poesía, al que logra instalar sus versos, mejor su canto, en boca del pueblo. La nobleza mayor del cantor, sentenciaba Yupanqui, está en que el canto se diluya en la boca del pueblo y pase a ser copla de este pueblo, eso acontece con varios poemas emblemáticos de Cabral.
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Puedo ver la vida de los nuestros en “La chaya de los bordos” y parezco un chango más de San Vicente, o cuando le dice a las viejas rezadoras que parecen “perdices en murmullo” (como silban).
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“Dicen que con fino polvo rojo de milenarios crepúsculos fue formándose. Que fuertes tempestades molieron las aguas lentamente mezclándolas en el ocre de los siglos, hasta formar el lodo, las arenas del gran cañón de Talampaya”. Así canta su génesis sobre ese lugar que no se parece a ningún otro y lo entronca con el mito que él amasa y moldea a su gusto.
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“Cierta vez frente al ‘Muro de los ecos’, un diaguita gritó un pájaro de viento, lo armó en sus labios y en sus manos, le puso hebras de luna sobre el cuello e infinitas briznas de niebla oscura en todo el cuerpo”.
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Usa como vehículo el poema y animiza su verso todo para alumbrar al cóndor (kuntur).
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Junto a David Gatica, Lucía Carmona y al desaparecido Ariel Ferraro ocupa un lugar destacado en la poesía de La Rioja. Pero sus versos se hermanan con los de Dávalos y Castilla, con los de Luis Franco y Groppa. Pero aparecen Lorca, Vallejo y Neruda y más acá tal vez Roque Dalton y Gelman, en ese enramaje de poesía.
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A veces pienso que la gran poesía construye un gran enramaje protector de la vida de los hombres. Sé que en ese antecielo tupido de ramas hay un gajito que le pertenece.
.Por Enrique Traverso