La crítica, un diálogo sobre la vida actual: la poesía existe

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El texto de Miguel Ángel Manrique y la caricatura de Xuehka indagan acerca de ese algo, tan indefinible como presente, que se denomina poesía.


No tengo idea de qué es. Muchos han intentado definirla, crearle unos límites conceptuales, pero no se deja atrapar. La escritora italiana Natalia Ginzburg, autora de El camino que va a la ciudad, de Y esto fue lo que pasó, entre otras novelas memorables de la posguerra; creadora además de ensayos iluminadores como El filósofo más cretino y Vida imaginaria; y de La satisfacción, que es una absoluta genialidad por la forma como se permitió criticar un libro de su gran amigo Giorgio Bassani, sin destruir la amistad. Ella, Natalia Ginzburg, la autora del prólogo Retrato de un amigo, dedicado a Cesare Pavese, escribió con lucidez un bello artículo sobre el género.
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En octubre de 1973, cuando se publicó ese ensayo, la forma padecía, según ella, de cierta abulia. Dudó si era necesaria o superflua, porque cuando se pronunciaba esa palabra, sentía que se hacía con cansancio, vergüenza, repugnancia, miedo al ridículo, tedio o cursilería. Aclaró el malentendido preguntándose si cumplía una función o tenía alguna utilidad: ¿la belleza?, ¿el consuelo?, ¿la felicidad?, ¿iluminar a la humanidad sobre sus enfermedades y sus culpas, indicando ayudas y remedios y cómo obtenerlos? Si respondiera esas preguntas en tiempos de angustia, explicó, revelaría “toda su ineficiencia”, toda su insuficiencia, pues: “No nos salva de los errores y no cicatriza nuestras heridas, no dignifica nuestras culpas y no ofrece precisas y apreciables instrucciones sobre cómo comportarse en caso de desastres y catástrofes, individuales o universales”. Debido a que no se parece a nada. Señaló además que es más una condición del espíritu inseparable de la existencia humana.
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Esa condición la encuentro, por ejemplo, en Frank Báez, porque sus poemas avanzan “en dirección a la realidad”, lo cual no tiene razón o explicación alguna, pues solo “en el arte, la realidad se revela en su naturaleza exacta e infinita”. Esa grandeza, a la que se refiere Natalia Ginzburg, la hallo en libros como Este es el futuro que estabas esperando y Desarmando la biblioteca de mi padre, en los que Báez reúne algunas de sus breves obras maestras: Elegía a mis tenis, Memorias de un vanguardista, Llegó el fin del mundo a mi barrio, Postales, La Marilyn Monroe de Santo Domingo, Jugando básquet a los cuarenta o Tatuaje:
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y ese tatuaje
podría ser un
verso estupendo
pero una española
se tatuó uno de Neruda
cuando el chileno
estaba de moda
y ahora que pasó de moda
y todo el mundo lo odia
nadie la ha vuelto a ver
en mangas cortas.
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Otro poema poderoso es Llegó el fin del mundo a mi barrio, en el que el poeta cuenta cómo lo jodieron en la adolescencia las profecías y reportajes sobre el apocalipsis que resultaron falsos, como nos joden hoy las predicciones tecnológicas y políticas. Las palabras del poema revelan una verdad a la que no se aproximan las palabras de las noticias ni la “verdad” que construyen. El poema es un ejercicio de memoria que le quita el velo de mentira al pasado confuso, en este caso, a un fin de siglo cargado de miedos y misterios, de vaguedades e ignorancia, que agobiaron al poeta. Las palabras dotan a ese tiempo, que hoy es memoria, de unos sentidos que evocan una realidad que resultó más decepcionante y trágica que la esperada, menos sobrenatural que la que anunciaban las profecías, menos verdadera que la que postulaba la filosofía, y menos glamurosa que la que prometía la moda. Una realidad menos poética, aunque, paradójicamente, más comprensible en el poema:
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Aún a los cuarenta la cabeza sigue
girando y de vez en cuando me
pregunto si la esencia precede
a la existencia o si es la existencia
que precede a la esencia, lo que no
son disquisiciones sino mera
ignorancia producto de que ni a mí
ni al resto de mis compañeritos
del colegio nos dieron una sola
clase de existencialismo.
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Los relatos teleológicos de las religiones, la astrología o las teorías de la conspiración son falsos porque portan sentidos engañosos cuando comprenden el futuro. No hay manera de verificar su valor de verdad, así que no queda más remedio que aceptarlos con fe ciega. Como ahora, que le tememos supersticiosamente a un tiempo que no ha llegado ni sabremos qué forma tendrá, pero que predecimos como pitonisas de circo, aunque, como con la mayoría de las cosas que nos preocupan, nunca suceda. Sin embargo, a veces, la realidad se nos presenta como un mago de fiesta con su costal cargado de trucos baratos:
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Acá todo ha perdido su magia.
Aquellos resplandores
que en las noches pensabas
que eran ovnis, resultaron ser drones.
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Los seres humanos somos incapaces de reconocer nuestras limitaciones, las de nuestra inteligencia y nuestros sentidos. Nos cuesta ver qué oculta verdaderamente el velo de la realidad construida; qué esconde esa “segunda naturaleza” prefabricada. Ignoramos qué hay detrás del eterno presente mediático, del efecto de los escándalos en las redes o de la influencia de las conspiraciones. Todo allí parece espectacular, transparente y verdadero.
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Llegó el fin del mundo a mi barrio dice otras cosas de esa realidad prosaica, opaca y antipoética de ovnis del pasado, como las expresa también Clases de filosofía, en el último libro de Báez, sobre las anécdotas acerca de Jean Paul Sartre. Este poema declara que el poeta salió del colegio sin saber qué era el existencialismo. Aquel advierte que hay algo raro en los mensajes de esos nostradamus de barrio que no concuerdan con la vida: el tufo a falsedad que los envuelve.
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Natalia Ginzburg estaba convencida de la grandeza de los poetas de su generación, de Montale a Elsa Morante. Estoy completamente seguro de que Frank Báez es un verdadero poeta de nuestra época. Lo conozco hace unos años. Una noche de julio de 2017 intentó ponerle título a un libro. Después de hacer una larga lista por WhatsApp, dejó Este es el futuro que estabas esperando, el primero que se le había ocurrido. En Colombia tiene amigos que lo quieren y acogen. Cuando viene de visita, a ferias del libro o como invitado especial a algún evento, les dedica unas horas de su tiempo para comer, tomarse algo y conversar. Es un caribeño de maneras suaves, voz pausada y actitud serena, que habla con la cadencia musical de un bachatero.
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Me gustan sus poemas porque los encuentro cercanos, porque el universo construido se parece al que he recorrido, y que conozco como a las cicatrices de mi cuerpo. Ante esos versos, y ante los de otros poetas latinoamericanos, “me ha parecido estar en presencia de la grandeza”.
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Y, como la mata guayaba, habrá que resistir erguidos el fin del mundo:
A la mañana siguiente salimos y el barrio
estaba destruido como si nos hubiesen bombardeado,
pero en medio de los árboles destrozados,
los postes de luz derrumbados y las casas hechas puré,
estaba la mata de guayaba, erguida como Juana de Arco
ante un campo de cadáveres.
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Por esas razones, tengo la certeza de que la poesía existe.
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