Ernesto Carrión (Guayaquil, 1977) es un crack de la Literatura. Escribe frenéticamente, como quien nada en sentido contrario en un río desbordado. Exprime hasta el hueso la sustancia de la poesía. Explora día y noche los vericuetos de la novela.
Atiende columnas periodísticas; imparte talleres de escritura y aún le quedan energías para hablar, como una máquina que no necesitara combustible, de proyectos y más proyectos, de historias y más historias. Con una simple palabra construye una imagen, de esa imagen una secuencia, con la secuencia una trama, y no para de arracimarse hasta que le salen libros, y series de libros, y tratados y estaciones creativas que concibe como ciclos en perpetua prospección.
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Carrión es un obseso de la literatura, a mitad de camino entre el desquicio genial de Leopoldo María Panero y la genial disciplina de José Kozer. Listar sus premios desde que saltó a la palestra cultural ecuatoriana y del continente, a inicios de los dos mil, sería una empresa agotadora. Verbigracia: Premio Latinoamericano de Poesía Ciudad de Medellín (2007), Becario del Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica y de Haití en México, (2009); Premio Nacional de Poesía Jorge Carrera Andrade (2013); Premio Casa de las Américas de Novela (2017); Premio Internacional de Poesía Juan Alcaide (2023); Residencia de Escritores de Malba, Argentina (2024); Premio Hispanoamericano de Poesía Gabriela Mistral (2025)…
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Entre octubre de 2023 y enero de 2024, fue el poeta residente de la Cátedra Gonzalo Rojas y desarrolló, por ende, un taller de poesía en la Universidad de Concepción, en Chile. Tuve la suerte de estar entre sus alumnos y de verlo, cada 15 días, aterrizar los extraños demonios de la creación. Antes de que partiera de regreso a Guayaquil, conversamos por más de cuatro horas en una cervecería cercana a la esquina de Ongolmo y Chacabuco. Extractar ese diálogo, atravesado por ruido ambiente y espuma, me ha llevado muchos meses. Tiempo para seguir rumiando en la distancia sobre la «materia primitiva» de la belleza.
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Si nos atenemos a los recuentos bibliográficos que he visto en varios sitios digitales, empezando por Wikipedia, y descontando los primeros siete u ocho años de vida, por razones obvias, usted publica más de un libro por año. ¿Cómo lidia con eso, con esa hiperproductividad, y la fama asociada a ella?
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Por suerte ser escritor en Guayaquil no significa mucho. Porque es un puerto sin mayor reconocimiento a la cultura. La prioridad es el comercio. De hecho, cuando yo decía que iba a ser poeta, en los años noventa, la gente asociaba la poesía con la homosexualidad, vista de manera peyorativa. Incluso como una suerte de pasatiempo. O sea, nadie te decía: qué bacán, vas a ser poeta. En cuanto a la fama, es muy relativa, el país no otorga un gran valor a sus artistas. La gente valora a un gran ciclista, a los futbolistas, a los comediantes y actores de televisión… a veces ni siquiera a sus músicos.
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Sobre la cantidad de libros que he escrito, me pasa que no puedo vivir sin escribir, aunque esto suene a lugar común. Y cada obra la asumo con mucha responsabilidad, a pesar de que pueda estar trabajando en dos al mismo tiempo. Ahora mismo estoy empezando un nuevo libro de poesía. Acabé ya Materia primitiva, el que vine a escribir a Chile por la Beca Gonzalo Rojas. Avanzo entonces en un segundo poemario y en una novela breve. Tengo, además, tres novelas inéditas. El tema es que se van acumulando, aunque algún material se publique. Lo que tiene que ver con el ritmo obsesivo con el que trabajo.
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Supongo que con ese ritmo productivo no sea de esos escritores que pule hasta lo último cada frase…
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No creas. Siempre los vuelvo a revisar. Todo el tiempo. Lo que no implica que me desconecte de mi familia y los quehaceres del hogar. Usualmente trabajo todos los días, por el lapso de una hora y media, desde las cinco o seis de la mañana. En ocasiones, todo lo que hago es volver sobre los libros ya «terminados». Por eso se dice que un libro no concluye hasta que se publica. Continuamente estoy abriendo mi computadora, revisando los textos, buscando fallas, transformando párrafos y versos. Es como si cada libro inédito se mantuviera esperando por algo más que detona de repente la necesidad de seguirlo perfeccionando.
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En uno de sus poemas, que le escuché declamar emocionado, se refiere a Ecuador como «un país tachado», un país «donde todos aprendimos a herirnos». ¿Cuánto le pesa en el pecho ese país?
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Mucho. El tema de la violencia, por culpa de los cárteles y la política, es una situación que atraviesa toda Latinoamérica. Y no queda mucho más que sentir miedo, horror y tristeza. Es lamentable sorprenderte de los eventos que ocurren en una nación secuestrada por un grupo de pandillas, que pueden incluso lanzar una suerte de declaración de guerra: «Hacemos lo que queramos con este país, podemos meternos a tu casa y secuestrarte, podemos entrar en un programa de radio, de televisión, podemos tomarnos los aeropuertos, los terminales terrestres, podemos hacer todo en cualquier momento. Ustedes están desprotegidos»… Y lo que se siente es el desamparo total del Estado.
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Entonces escribí Dame un país después de la medianoche, agobiado por las matanzas y crímenes ocurridos desde el 14 de febrero del 2022, que fue cuando aparecieron dos cuerpos colgados dramáticamente de un puente peatonal de Durán. Dos colgados que se convirtieron en el primer mensaje macabro enviado al país entero. Y sabía que el poeta que iba a escribir ese volumen era otro tipo de poeta. ¿A qué me refiero? A que mis libros usualmente tienen un riesgo en el lenguaje, la utilización de metáforas audaces, por decirlo así. Nunca he sido un poeta de versos simples o lisos. Me gusta ver los relieves, ver una pintura en llamas dentro de un poema, sentir la música. Pero para escribir Dame un país… tenía que rebuscar por un lenguaje crudo, despojado de tropos, casi periodístico, donde la utilización de noticias, en una gran parte de textos, me permita forjar una historia descarnada y sin héroes, que empuje al lector hacia una lectura dramática del Ecuador actual. El verso que recuerdas dice: «Solo necesito de este libro para quererte país tachado/ hueco de un mapa apagado por millones de personas/ que desertaron por miedo y pobreza».
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Sin embargo, en la escritura creativa de cualquier género, uno intenta alejarse de la crónica urgente, de la denuncia o el panfleto.
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Una de las cosas que siempre tuve clara fue justamente que la literatura no podía servirle a nadie, solamente a ella misma. Que, si hacías un texto demasiado político, terminabas redactando un panfleto. O si eras muy religioso, terminarías concibiendo poesía mística, religiosa… Si le das el timón de tu escritura a la ideología, a cualquier ideología, eso solo acabará en un hundimiento lamentable. Aquel que busca mensajes para guiar su destino debe acudir a la iglesia, y no a la literatura que solo amplía más los problemas. Lo que no implica que un sentido de justicia y revancha atraviese a veces ciertos impulsos de escritura.
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Cuando empecé, quise emplear la poesía como una herramienta de autodescubrimiento, de discusión sobre la condición humana, así como de la sociedad. En El libro de la desobediencia, mi primer poemario, urdido como una especie de antibiblia, utilizo Totem y tabú de Sigmund Freud para provocar un nuevo Génesis, y así discutir más adelante con figuras bíblicas. En ese momento eso era lo que me urgía cuestionarme. Poner en discusión una tradición judeocristiana siendo un latinoamericano más que, quizás, debía orarle al Sol, como los incas.
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Luego Demonia Factory es, tal vez, el primer libro en el que enfrenté más desafíos formales. Originalmente era una novela, pero nunca terminó de cuajar como tal. Y me di cuenta de que podía convertirlo en un poemario. Son cuatro capítulos, atravesados por las historias de cuatro mujeres que marcan la vida de ese yo poético. Y que terminan desmembrándolo. Se hace un guiño al «cuerpo sin órganos», de Deleuze y Guattari. Por cierto, el primer capítulo, «La casa en el fin del mundo» sucede en La Habana. Se asiste a la relación de un joven ecuatoriano aspirante a poeta de 17 años con una mujer cubana de 32.
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También por el personaje de Calibán está conectado a Cuba…
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Escribí Los diarios sumergidos de Calibán por el Calibán de Shakespeare, que retoma el poeta Roberto Fernández Retamar. Aunque yo no quería contar la historia del dominio español, sino la del mestizaje, o sea, de lo violentamente híbrido. De cómo hasta la actualidad no hemos podido resolver nuestra identidad. Recuerdo que, en Ecuador, hace muchos años, hicieron un censo en el que mucha gente afirmó considerarse blanca. Creo que salió súper alto el número de ecuatorianos blancos, lo cual es imposible. No se tolera la cercanía con lo afro ni con los pueblos originarios, desconociendo que la mezcla es lo que hace hermosa a nuestra sociedad. Y lo vemos en las comidas, por ejemplo, que son tan diversas y sabrosas.
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Volviendo a Los diarios… yo me planteé el viaje desde la llegada de los españoles hasta el siglo XXI. La última sección se llama «Cyber democracia» y aparecen: Internet, Google, Facebook… como un desplazamiento más dramático en la realidad de un sujeto que nunca tuvo el tiempo para entender quién es. Porque mi Calibán es hombre, mujer, travesti, bisexual, indio, negro, cholo, madre, abuelo…. Y fue hecho con todo lo que las demás culturas despreciaron de nosotros.
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Sé que, desde su propio nombre, usted tiene una relación de origen con el Che Guevara. ¿Cuántas etapas ha pasado ese vínculo? ¿Cómo lo ha llevado?
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Mi padre me puso Ernesto por el Che y a mi hermana Tania, por Tania la Guerrillera (Tamara Bunke). Ya te imaginarás. Mi padre era un revolucionario de izquierda, fiscal, juez; fue incluso uno de los jueces que liberó a los guerrilleros del movimiento ¡Alfaro Vive, Carajo!, la única guerrilla que tuvo Ecuador en los ochenta. Siempre recordaré su honradez. Jamás cogió un centavo que no fuese suyo. Vivió en una casa modesta, hasta que lo mataron. Ni siquiera tuvo un carro. Fue honesto y sencillo. Él se separa de mi madre cuando yo era muy pequeño. Cuando me llevaba a su casa, de seis o siete años, me hacía dibujar a Fidel Castro, Mao Zedong y Che Guevara. Esos eran sus ídolos. Estaban en los posters que adornaban su villa. Yo ni sabía a quiénes estaba pintando.
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Luego vino un periodo en que dejé de verlo. Mi madre se casó nuevamente y aumentó la distancia. En los primeros meses del año de 1995, por temas familiares, viajé a Cuba. Justo en la crisis del Periodo Especial. Tenía entonces 17 años. Después de un chequeo neurológico me quedé en calidad de residente en el Hospital «William Soler», que era pediátrico, pues aún yo no era legalmente mayor de edad. Toda esta experiencia aparecerá en mi novela Un hombre futuro. Me refiero a ese viaje e internamiento que marcarán mi comienzo en el mundo de la escritura, provocando un puente con la historia de mi padre. Ya que será allí, en La Habana, mirando imágenes de Fidel y el Che, donde recordaré los dibujos que hacía de niño en su casa. Luego vendrá mi reencuentro con él, en el Quinto Juzgado del Palacio de Justicia. Mis años de complicidad y bohemia con sus amigos guerrilleros y mis amigos universitarios hasta llegar a una ruptura. Será en esos años en que surja mi interés en conocer al Che Guevara. Y la causa principal que me llevó a investigar durante diez años para escribir la trilogía Triángulo Fúser (La despechada, poética y fantasmagórica vida de Ernesto antes del Che), publicada por Seix Barral en Colombia en 2023 y por Seix Barral en Argentina en 2024.
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Proceso de escritura que fue un viaje hacia mi nombre, y también contra mi nombre. Más que desmitificar al revolucionario argentino, quise entender al joven de 25 años, sin claras ideologías políticas, vinculado más a la poesía y a la aventura, que estuvo casi dos meses en Guayaquil. Ciudad que hasta ha ubicado un busto a su memoria, pero donde nadie sabe qué hizo verdaderamente aquí, con quiénes compartió, ni cómo logró salir. Quise develar al joven aventurero, sin complejos, amigo de un círculo intelectual LGTB del Guayaquil de 1953 —que después sería un firme homofóbico—, contrapuesto a esa otra imagen icónica que hay, la del comandante guerrillero, que ha sido bastante admirada por los furibundos revolucionarios y muy denostada por quienes ven en él simplemente un asesino, a un tipo muy frío para matar. También estaba el detalle de que el paso del Che por Guayaquil había sido muy poco atendido en documentales, biografías y otros materiales que revisan su vida. Algo que ha ocurrido así porque sus días en Guayaquil no aportan en nada a la leyenda que han sostenido por décadas desde Cuba.
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Me quedó rondando la imagen que me dibuja de su papá. ¿Cómo alguien tan progresista, tan digno, se desconectó de ustedes como padre? ¿De qué forma encaja una cosa con otra?
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Él nunca estuvo listo para ser el padre de nadie. Eso sí, era un amigo, un camarada, un tipo con el que te sientas a chupar [beber] por horas y a divertirte. Creo, sin temor a equivocarme, que mi padre jamás abandono la juventud idealista. Tuvo muchos amigos, así como muchos romances e hijos. La última vez que nos vimos, discutimos. Le pregunté: ¿por qué le pusiste mi nombre a otro hijo tuyo. Y él, que ya sabía lo que yo había investigado y estaba escribiendo sobre el Che, terminó diciéndome que yo no le hacía ningún honor al nombre de Guevara. Lo que era una muestra de su radicalidad.
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Poco después de esa discusión lo mataron en un bar de Guayaquil. Había salido a beber para celebrar el aviso de Barack Obama de que levantarían finalmente el bloqueo económico a Cuba. De hecho, muere vistiendo una camiseta que decía «Cuba». Los asesinos y cómplices metieron su cuerpo en un congelador por tres días. Hubo una llamada anónima y, cuando llega la policía, encontraron dos maletas, químicos y sierras.
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Con Incendiamos las yeguas en la madrugada ganó el Premio Casa de las Américas (2017). ¿Cuánto de retrato de generación hay en esa novela?
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Es una novela sobre mi adolescencia y la de mis amigos en el sur de la ciudad. Al momento de escribirla, elegí ubicarles apodos de animales a los cinco chicos, lo que es propio de la edad. Son cinco amigos del sur, de 15 años, que sueñan con comprar una moto Kawasaki Ninja, ir a las fiestas del norte y ligar una chica de allá. Ellos, a diferencia de sus amigos del colegio del norte, viven con problemas serios en sus hogares, rodeados de billares, parques donde venden droga y sitios donde se practica la prostitución.
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O sea, que la lógica del norte-sur se reproduce también a nivel de país, no solo a nivel de hemisferios…
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Exacto. Casi en cualquier ciudad el sur decrece, y el norte crece. Lo que yo hago es un juego metafórico con situaciones muy duras que fueron reales. Estos cinco amigos lidian con el amor, la violencia intrafamiliar, las adicciones, el sexo y la delincuencia de forma torpe pero grave. A ratos se puede leer como una larga discusión entre el sur y el norte. Lo que significa crecer en un lugar donde las malas decisiones pueden marcarte para siempre.
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Pienso que se trata de la novela más poética, quizás, que haya logrado escribir. La novela contiene las vidas de los cinco amigos desde los 15 hasta los 17 años. Éramos solo unos chicos. Pero estábamos jugando a cosas malas. A ser mayores, a lidiar con el mundo terrible de la delincuencia. Es una canción a mi generación, pero también un homenaje a la rebeldía y el grunge de esos años.
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¿Cuántos riesgos se corren a la hora de exponer la intimidad personal, de la familia o de los amigos, en la literatura? ¿Qué límites usted no cruzaría en ese aspecto?
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Hay toda una discusión al respecto, como en torno a la literatura del yo, que algunos autores y críticos no valoran demasiado. Gente que dice incluso: eso no es literatura. Antes de escribir Incendiamos las yeguas…, uno de mis amigos de la adolescencia me metió en un chat grupal de WhatsApp. Fue así, entre chismes y trivialidades que parecían tonterías, cuando vi casi por completo la novela antes de escribirla. Vi a esos cinco amigos, con 15 años, delirando con comprarse un satélite y una moto de moda, mientras fumaban sentados en una terraza del sur de Guayaquil. El gesto de la escritura debe ser también impúdico.
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¿Cómo le fue el tránsito de la poesía a la narrativa?
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Para mí son dos cerebros diferentes los que escriben. Con la poesía es el inconsciente quien va organizando palabras con una libertad que solo se somete a la música interna. Con la narrativa es un cerebro de pensamiento lógico el que persigue una estructura donde puedan caber mundos y personajes.
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¿Qué es lo más insólito que le ha sucedido como novelista?
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Yo escribí una novela en un día y medio. Esto suena demente, pero ocurrió. De hecho, ahora imparto un seminario que se llama «novela súbita». Esa novela que hice frenéticamente se tituló Cementerio en la Luna. De estructura muy libre, es la historia de un chico que quiere ser poeta, y que sabe que para serlo tiene que irse a la capital. El protagonista viaja hacia Quito, y lo que encuentra es que esos poetas se conducen deshonestamente. Hacen argollas y se reparten premios, viajes, publicaciones y puestos. Se da de frente con el desencanto.
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Quizás lo insólito es sentarse a escribir y encontrarse con un manuscrito de más de cien hojas al día siguiente.
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Ha recalcado mucho en los talleres el imperativo de armar un «cuerpo» de poemas. ¿Puede conducir esa idea a ver la poesía como algo corporal, con textos-órganos que integran un organismo superior? ¿O también puede haber ideas literarias como eslabones libres y caóticos?
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Me gusta la idea de que el poema sobreviva lejos del libro, pero más me apasiona la idea del libro como organismo. En otras palabras, como parte de una totalidad. Me surge un concepto, una idea, y de ahí el libro íntegro. Por ejemplo, Mudanza perpetua, tiene que ver no solamente con mi visión de la migración, sino con un homenaje a toda la gente que tuvo que emigrar para que yo existiera. Me refiero a los abuelos de mis abuelos, al peregrinar del apellido… Escribí entonces un poema muy largo, un poema río donde aparece toda esta gente cruzando fronteras. Pero, luego, a ese poema largo se le fueron adhiriendo otros poemas breves que siguen narrando las pequeñas historias familiares como las ramas de un árbol más grande.
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En una entrevista afirmó que escribir es «precisamente esa contradicción que hace del fracaso de la comunicación una comunicación segunda. Palabra para el prójimo, pero palabra sin el otro». ¿Cómo se puede escribir para el prójimo, pero sin el prójimo?
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Es el parafraseo de una sentencia de alguien más. Cuando haces un libro, lo primero que tienes que pensar es cuál es el punto de vista. Pero ese punto de vista no tiene que convertirse en un catecismo, ni en una homilía. Cuando alguien habla sobre Dios, sobre la guerra, la muerte, el amor, la familia, puedes poner todo en tensión. Puedes poner muchas miradas, lo cual siempre es positivo para entrar en la complejidad del tema. Pero también es cierto que cuando aterriza el libro, aterriza a veces hacia una visión más cercana al escritor. Ahí está el otro, pero desde el que va a escribir sin el prójimo. Porque la escritura es un ejercicio en soledad. O sea, sin el otro. Además, quien escribe siempre está haciéndolo desde otro lugar. No solamente desde otras edades e identidades ajenas. Sino, también, desde otro tiempo que dejó de existir hace mucho.
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«Quien quiere ser leído miente», afirmó una vez. Eso me recuerda al Pessoa aquel de «el poeta es un fingidor». ¿Hasta qué punto miente el escritor y dónde esa mentira se convierte en algo patológico?
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¿Es posible que quienes hacen ficción terminen siendo mitómanos por su incapacidad de dejar de fabular? Recuerdo un escritor ecuatoriano, Jorge Velasco Mackenzie, con el que conversabas y nunca podías saber si estaba diciéndote una verdad o un invento; y eso era increíble para mí. El gesto de hacer literatura o hacer arte implica entrar en formatos: poesía, teatro, novela. Lo que quieres expresar es lo más importante, sin embargo, sabes que tienes que seguir ciertas reglas para que ese discurso sea efectivo; entre ellas, omitir muchos elementos. Si se trata de autoficción, uno aumenta y descarta elementos dentro de la trama. Y elige continuamente en favor del libro. De que gane la historia.
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En el caso de la poesía, el lector se espera confesiones del poeta. Pero, digámoslo claramente, no toda la vida de Bukowski pudo haber sido como está en sus versos, ni toda la vida de Panero pudo haber sido así… Tiene que haber exageraciones, omisiones, fábula.
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Usted no solo piensa en cuerpos para cada libro, sino en estructuras mayores: trilogías, series de varios volúmenes, tratados… Eso me hace un poco de ruido de cara a la actualidad que vivimos, tan fragmentaria, tan de videoclips, anuncios publicitarios volátiles, hipervínculos, zapping de vértigo… ¿Por qué seguir apostando por la gran totalidad, las «ciudades de letras» con cientos de páginas, cuando sobrevivimos en un mundo desmembrado y caótico?
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Pienso que el siglo en el que me tocó desarrollarme intelectual y creativamente, el XXI, es en efecto una era fragmentaria, que se inició con los fragmentos de las Torres Gemelas por los aires y tantas otras explosiones marcando la historia y la narrativa del planeta. Nos tocó mirar cómo las tecnologías y las redes lo desmenuzan todo en contenidos volcados al mercado, e identidades que se tornan falsas y, luego, pura ceniza. Quizás por ello me he sentido obligado a concebir tratados y libros dentro de libros como si quisiera completar algún cuadro que nadie me ha pedido. No se trata del capricho de tener un volumen de cientos de páginas, sino de la necesidad de entregar un documento irrefutable de la existencia de una generación que está desperdigada, frustrada y sonámbula.
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Se dice —y usted también lo ha repetido en clases— que la poesía está siempre asociada a experiencias desgarradoras, a la infelicidad, y que cuando uno es feliz no le nace escritura poética de relevancia. Eso para usted, ahora mismo, sería una paradoja, un callejón sin salida, porque está en un entorno familiar feliz y al mismo tiempo sigue creando poesía… ¿Renuncia a la calidad poética o a la armonía familiar?
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Te cuento: a mí me cambió la vida conocer a dos poetas casi que al mismo tiempo: Leopoldo María Panero y José Kozer. Yo hice invitar a Panero a Guayaquil. Me tomé unos tragos para armarme de valor y lo llamé al psiquiátrico de Las Palmas de Gran Canaria; debía hablar primero con su médico. Ajusté todo y pudo venir, acompañado de una doctora que no lo atendía clínicamente, sino que era una de sus fans. Ver a Panero, era como ver a un dios arruinado. Alguien a quien la poesía le había quemado el cerebro. La imagen última del poeta, de ese poeta que está en divinidad, pero que al mismo tiempo está en la devastación. Un genio sentado sobre una pila de cráneos frente al último atardecer del planeta. Alguien que lo dejó todo por la poesía. Que derritió su vida por la poesía. Eso que todo poeta soñó, en algún momento, hacer. Perder la propia vida por su arte.
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José Kozer me mostró el lado opuesto de la moneda. Un gran poeta feliz con una familia. Alguien que tiene claro que hay que escribir todos los días con disciplina. Que no había por qué arruinarse. Eso para mí fue impactante.
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Ahora me pasa que no puedo escribir sin sentir a mi familia en la casa, sin escuchar a mi esposa, a mi hijo, al perrito. Necesito escucharlos haciendo bulla para escribir.
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A los momentos desgarradores de mi vida no quiero volver nunca más. Ni siquiera para escribir buenos poemas.
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¿Alguna vez la poesía lo ha destruido más de lo que estaba?
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Creo que lo más duro que la poesía me ha enseñado es la sensación de incumplir con un texto. Esa inconformidad hacia el producto literario que te machaca y te tortura por meses. La autoexigencia se puede convertir en algo muy pesado. Pero tampoco sé si sea malo, realmente.
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La mayoría de sus historias —ha confesado— ocurren en Guayaquil. Y siempre es llamativo cuando los escritores logran ser universales —en su caso ya con varios premios internacionales— sin salir de su terruño o teniendo su terruño siempre en el foco. ¿Cómo conseguirlo?
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En esta discusión sobre la literatura universal y la provinciana, hay gente que, para mí, comete errores. Es un error creer que para no ser provinciano tu historia tiene que ocurrir en París, Berlín o Nueva York. A mí me gusta la idea de que, a veces, lo más provinciano es lo más universal. Hay un poeta de Ecuador, Roy Sigüenza, oriundo de Portovelo, que casi toda su poesía está atravesada por sus experiencias en su pueblo junto a un bello río amarillo. Él es un gran poeta. Quizás uno de los mejores del país.
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Un buen editor, que casi siempre suele ser una figura anónima, puede salvar. Pero también hay escritores que viven quejándose de cuanto quieren cambiarles los editores. ¿Cuál ha sido su experiencia?
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Mi experiencia ha sido buena. Uno de los más certeros editores que he conocido es Luis Armenta Malpica, poeta mexicano. Él me publicó hace años en Guadalajara Bóveda 66, una antología poética, e hizo una cantidad de correcciones muy acertadas de mis textos. Tan acertadas que yo las he replicado en nuevas ediciones y antologías.
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En varios contextos y países de nuestro continente se reproduce el reclamo de los escritores en torno a la ausencia de mecanismos de promoción y de una crítica especializada. ¿Será este un mal incurable latinoamericano? ¿Qué tal su vivencia al respecto en Ecuador?
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Cuando empecé a viajar a festivales literarios en otros países, me daba cuenta de que pocos conocían a los poetas ecuatorianos, a diferencia de lo que ocurría con los poetas de este país [Chile]. Quiero decir que como lector nosotros habíamos leído a Paz, a Zurita, a German Belli, a Blanca Varela, a Marosa di Giorgio, etc. Pero los jóvenes de esos países nada sabían de Carlos Eduardo Jaramillo, Sonia Manzano, David Ledesma y César Dávila Andrade, por ejemplo. Esto tiene que ver con el hecho de que Ecuador no promociona sus autores. El Ministerio de Cultura, creado durante el gobierno de Rafael Correa, fue un acierto, pero siempre ha quedado debiendo. Sus alcances y programas son escasos. Pienso que la idea de que el artista es alguien que está desconectado del país, de su política y su economía, predomina en varios aspectos. Pocos entienden que el arte es totalmente productivo. Y esa mirada desde la oficialidad se propaga a todo el país.
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También usted ha dicho que rechaza mucho la idea del estilo, que el reto está en tratar de incomodarse a sí mismo. No ponerse en la comodidad de un estilo.
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Rechazo todo lo que tiene un estilo porque el estilo para mí es un confort. ¿A qué me refiero? Comprendo que los grandes escritores suelen tener un estilo. Sin embargo, me seduce la idea de dislocarme como autor. Que si alguien lee Novela de Dios (2013) y después Manuel de Ruido (2015), llegue a pensar que no se trata del mismo poeta. O sea, que, si no viera mi nombre, pudiera afirmar: son dos poetas diferentes. Reinventarse es un reto.
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Recuerdo lo que decía Frank Gehry, el arquitecto canadiense: si ya sabes cómo lo vas a hacer, ¿para qué hacerlo? ¿Para qué repetirlo? ¿Qué tal no saber lo que vas a hacer y arriesgarte a ver qué pasa? Siempre pienso que, aunque hayas podido ser exitoso (entre comillas) con un libro, por haber ganado un premio, por ejemplo, no deberías empezar a hacer todos los demás iguales. Sería como la muerte del autor. Quiero pensar en qué más distinto puedo hacer. No sé cuánto me vaya a durar, pero lo intento. A veces asumo que voy a terminar escribiendo teatro. Así como he escrito guion de cine. Pero pienso que cuando lo vaya a hacer, tendré que romper con el teatro que conozco. Que fue lo que sentí cuando empecé a escribir poesía.
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¿Y no es eso muy vanidoso: pensar que entró rompiendo la poesía en Ecuador?
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Quizás sí. Pero quizás también es lo único que puede quien no ha estudiado literatura de modo académico. Muchos autores, que estudiaron literatura como carrera, comienzan editándose antes de escribir. Poniéndose fronteras imaginarias que no se atreven a cruzar. La de los géneros es una, por ejemplo. En mi caso, como no tenía nada que perder, me arriesgué a hacer cosas que al final salieron bien. Por ejemplo, cuando premiaron y se publicó Demonia Factory, un amigo me dijo: ¿cómo puedes ganar premios cuando esta poesía no tiene la calidad para premiarse? Dos años después algunos autores estaban imitando Demonia Factory en Ecuador.
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Siempre se pregunta en las entrevistas literarias por los dioses tutelares, las archimentadas influencias, pero yo quiero indagar otra cosa. ¿Frente a qué clásicos de la literatura ha dicho: «no me interesa»?
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¿Qué te parecería si te dijera que no había leído Rayuela, de Cortázar, ni Cien años de soledad, de García Márquez, porque no quería leerlos cuando estaban en boca de todos? Es una cosa muy curiosa, pero hay libros que me he resistido a leer porque desconfío de las modas, así como cualquier músico el día de hoy desconfía del reguetón con justicia. Y hay libros que tengo que leer, asumo, en unos años más o antes de morirme. Sin embargo, existen obras que me marcaron como El túnel, de Ernesto Sábato y Auto de fe de Elias Canetti.
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Siempre he tratado de distanciarme de todo aquello que te dicen que tienes que leer o seguir. Ahí está el maldito canon y empiezo a desconfiar. Por supuesto, es imposible no leer los cuentos de Borges, la poesía de Borges. Me fue muy placentero también descubrir a Reinaldo Arenas, no solamente el de Antes que anochezca, sino el de El Palacio de las blanquísimas mofetas. De ahí salté a El mundo alucinante y dije: qué gran escritor…
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Me llama la atención en el voluminoso 18 Scorpii que comienza con un juego de béisbol…
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Cuando era niño la gente jugaba béisbol en la calle: yo llegué a jugarlo así. Mi madre me metió a practicarlo desde pequeño porque mi padre había jugado profesionalmente, había sido jardinero izquierdo de un club. Por eso empiezo ese libro de esa forma… Mi papá no está ahí en el partido de béisbol normalmente, sino como ese reflejo o fantasma de él mientras yo me levanto a jugar, luego de que la emoción de ver el uniforme colgado para ponérmelo al día siguiente no me dejara dormir. Creo que he sido obsesivo desde niño, era bellísimo el uniforme y las medias, las tiras azules hasta arriba… Yo esperaba con ansias que fuera el día siguiente para ponerme el uniforme y salir a jugar…
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¿Qué le parece la experimentación con la poesía y las nuevas tecnologías en los últimos tiempos y hacia dónde cree que conduce?
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Creo que lo que está pasando ahora es que la verdadera poesía está perdiendo terreno. ¿Viste el fenómeno de este poeta venezolano, de apellido Cabaliere, que ganó un premio de poesía en España, y que se especulaba si era real o si era un bot? Cabaliere es el autor de unos textos que son como consejos de autoayuda y mensajes de galletas de la fortuna que sin embargo tienen miles de likes. Los likes, que son el valor de aprobación de este mundo que se ha puesto idiota. ¿Cómo te explicas eso? La poesía demanda, por su lenguaje, por su alcance, de un lector especializado. La poesía demanda de un lector sensible que persiga algo más que un consejo sobre el amor y la amistad. Incluso un lector de narrativa no es un lector de poesía, para no ir muy lejos. No todo el mundo «entra» en la poesía. Es algo que solo cierta gente va a consumir. Quizás los atribulados y los pesimistas. Quizás los que aún logran esquivar las redes y desean pintar en sus cabezas una emoción profunda.
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Realmente en tiempos como estos, que lucen terribles, es el momento perfecto para la poesía. Si la entendemos como resistencia, que es como yo la concibo. Y no me refiero a una resistencia masiva. En el taller que les impartí en la Cátedra Gonzalo Rojas decía que con que saliera un solo poeta del grupo era suficiente, ya había hecho mi trabajo y me podía ir a casa tranquilo. Que alguien de menos de 20 años esté en estos momentos eligiendo la poesía, eligiendo escribirla para llevar el día a día, es un triunfo. Mi hijo menor antes leía más poesía. Por su cuenta la revisaba en mi biblioteca. Ahora cada vez luce más interesado en lo que le ofrecen las redes.
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Hablando de su hijo, ¿cuántas preocupaciones lo asaltan como padre, viniendo, además, de una historia tan traumática con su papá?
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Me parece que estoy obligado, de alguna manera, a tratar de ser una mejor versión del padre que tuve. A estar presente en todos los momentos de mis hijos. Por eso lo traje conmigo a Chile, y me lo llevé hasta Buenos Aires. Preferí pasar estos cuatro meses de la Beca Gonzalo Rojas con mi esposa y mi hijo pequeño. Ecuador está hecho un desastre, pero mi vida son él y mi esposa.
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Cuénteme de su vínculo con los animales, porque veo que el emprendimiento editorial que mantiene junto a su esposa se llama Fondo de Animales. Además, usted viaja con un perrito, ¿no?
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Una poesía que me mostró el entorno de los animales fue la de la autora norteamericana Marianne Moore. Su mundo poético está lleno de animales. Yo nunca había tenido un perro, hasta que vino la pandemia y nuestros hijos pidieron uno. Finalmente, Monk, un inquieto yorkshire, llegó a nuestra casa y cambió la vida de todos. Es un compañero de viaje y otro hijo más. Cuando leía a Schopenhauer no estaba de acuerdo con la sentencia: «Si no hubiera perros yo no quisiera vivir». Hasta ahora.
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Ya que menciona a Schopenhauer, ¿hay textos filosóficos que lo hayan enfilado definitivamente hacia la escritura?
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Así habló Zaratustra y Más allá del bien y del mal de Nietzsche; Ese maldito yo, de Émile Cioran; La Monadología de Leibniz, El tratado de la desesperación de Sören Kierkegaard, entre otros textos. En una época quise escribir filosofía. Para mí la poesía es pensamiento en estado pictórico alucinado. Porque es razonamiento vital atravesado por imágenes que deambulan y se conectan condicionadas por la alucinación.
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Nace de un momento en el que te surge una idea y nombras: la muerte es esto, el cielo es esto, Dios es esto, el amor es esto, la vida es esto… mi país es esto. Pero luego tienes que explotarlo. Y lo explotas en pintura, alucinadamente. Son imágenes que se incendian en tu cabeza. Entonces el poema empieza a destellar por todas partes. Luego, el pensamiento siempre tiene que conducirte a una discusión, nunca a expresar lo mismo que ya sientes. Si estás enamorado de tu esposa, el poema no dice estoy enamorado de mi esposa, porque es un lugar común. Puede decir: estoy enamorado de mi esposa a pesar de que están cayendo misiles sobre el país, a pesar de que andamos huyendo por el bosque y buscando un refugio. Solo tengo la mano de mi esposa. Solo tengo su mano en mi mano. La obviedad no dice nada. O, por lo menos, nada poético.
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*El autor agradece a la Dra. Cecilia Rubio, directora de la Cátedra Gonzalo Rojas de la Universidad de Concepción, su ayuda para la concreción de esta entrevista. Asimismo, expresa su gratitud a la MSc. Lorena Sánchez, doctorante en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
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Por Jesús Arencibia Lorenzo