Fuente: https://www.epe.es/es/abril/20250106/libros-poesia-alana-portero-articulo-112938207
Empecé a leer poesía en el colegio, cosas sencillas, adaptadas o pensadas para lectores infantiles con la idea de crear gusto y afición.
La leía como leía cualquier otra cosa, con voracidad, pero no me provocaba nada especial, no despertaba en mí esa curiosidad o esa pasión insaciable que sí conseguía la narrativa y casi cualquier otra cosa; uno de mis recuerdos más claros es leer con devoción un diccionario enciclopédico en 12 volúmenes que había en casa de mis padres y que debe de seguir allí en algún altillo oscuro.
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Si ahora me preguntaran por algún poema en específico de aquella época, no sería capaz de recordar más que la Sonatina de Rubén Darío, que creo fue el motivo principal por el que agarré una manía terrible al pobre señor Darío, al que jamás volví más que por obligación. Ninguna huella dejaron en mí aquellos primeros acercamientos a la poesía, pensándolo desde el presente, algo extraño debió de suceder para no convocar en mí la mínima curiosidad, que ha sido siempre uno de los motores más poderosos de mi vida.
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Lo que no olvidaré nunca será el poema que lo cambió todo. Todesfuge, de Paul Celan. Yo tendría unos 13 años y cayó en mis manos una edición del 85 de Amapola y memoria, poemas de Celan traducidos por Jesús Munárriz para Hiperión. No sé qué hacía aquello en mi casa. Lo leí sin contexto, sin saber quién era Celan ni qué circunstancias rodearon su obra. Al leer Todesfuge, al saborear esa leche negra, me sentí sola, tuve frío, me puse muy triste, tanto que marqué para siempre las páginas del libro con mis lágrimas, dejando el papel ondulado y tieso.
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Quise saber más, quise saber quién fue aquel hombre que escribía en tonos grises y que era dueño de una belleza críptica que me estaba rompiendo el corazón. Por entonces yo sabía perfectamente lo que había sido Auschwitz pero solo de su mano entendí el Holocausto. Aún me pregunto cómo se teje tanta belleza con un dolor tan imposible. De Celan pasé a Lorca y con él volví a conmoverme de un modo físico, de Federico García Lorca a Jim Morrison (los caminos de la poética son inescrutables), y de él a Lou Reed, Patti Smith, Alejandra Pizarnik y todo lo demás.
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Es cierto que siempre hay un libro, una autora o un fragmento esperando a su lector, el estallido puede estar en cualquier parte y merece la pena buscarlo aun a riesgo de aburrirse por el camino. Cuando sucede, cuando la conexión entre obra y lectora se produce, se alcanza una intimidad que no es fácil de describir pero que constituye una de las experiencias más hermosas de la vida.
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Insisto en ese concepto como una institutriz pelma a cada niño o niña, adolescente o mediopensionista que me dice que no le gusta leer, les hablo como una fanática del estallido, de esa sensación narcótica, de ese presente perfecto que se alcanza leyendo algo con lo que se conecta y que supera a cualquier ejercicio de meditación.
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Por Alana S. Portero