El suicidio de Manuel Acuña
El 5 de diciembre de 1873, Manuel Acuña y Juan de Dios Peza salieron a dar una larga caminata por una ciudad de México, tal y como era la costumbre de los jóvenes poetas románticos de la época. Caminaban rápidamente, con sus vestimentas oscuras, y muy probablemente hablaban de cosas de la vida.
Los amigos pasearon por la Alameda, se despidieron en la calle de Santa Isabel frente a la casa de Rosario de la Peña, la hermosa y culta mujer a quien Acuña dedicó su amoroso “Nocturno a Rosario”, recientemente dado a conocer.
Don Manuel Acuña
-Mañana a la una en punto te espero sin falta, dijo de improviso Acuña. -¿En punto?— preguntó Peza. -Si tardas un minuto más... -¿Qué sucederá? -Que me iré sin verte. -¿Te irás adónde? -Estoy de viaje... sí... de viaje... lo sabrás después.
Acuña regresó en la noche a su cuarto, en la Escuela de Medicina. Alguien lo vio salir a bañarse cerca del mediodía. Juan de Dios Peza llegó unos minutos después de la una y lo encontró tendido, “con un acre olor a almendras amargas”. Había ingerido una dosis mortal de cianuro de potasio. Tenía 24 años.
En ese momento murió un poeta y nació una leyenda. Trascendió que Acuña se había suicidado al no ser correspondido por Rosario. “Acuña se ha matado por ti”, le dijo Manuel Altamirano a la dama, que ahora pasaba a ser corresponsable de la tragedia.
“¡Pues bien! yo necesito decirte que te adoro decirte que te quiero con todo el corazón…”
Rosario de la Peña y Llerena tenía un salón en el que se juntaban los principales escritores de la época. Por él pasaron, hablando de literatura y filosofía, personajes como Guillermo Prieto, José Martí, Manuel M. Flores… Y ella brillaba en el centro, como gentil anfitriona.
En su primera juventud –contaba con 26 años el día fatídico del suicidio de Acuña- Rosario había sido personaje importante en la corte de Maximiliano y Carlota. De hecho, su prima Josefa casó con el mariscal Bazaine, de infausta memoria para los liberales, y vivía en Francia para entonces. Era una gran dama de sociedad. Y el joven poeta, ya famoso, pero pobre y de origen relativamente humilde, estaba irremediablemente enamorado de ella.
Pero buscarse amores imposibles era una especialidad de los románticos de entonces. Era necesario torturar el corazón.
Debemos intentar ponernos en la piel y el alma de aquellos hombres sombríos. Habían nacido en un país constantemente convulsionado, en guerras intestinas. Acababan de vivir la difícil lucha de la República juarista contra el Imperio de los Habsburgo. El país se había empobrecido década tras década. Nadie sabía, entonces, si el gobierno de Lerdo de Tejeda iba a durar o sería un suspiro.
“…que ya se han muerto todas las esperanzas mías, que están mis noches negras, tan negras y sombrías, que ya no sé ni dónde se alzaba el porvenir.”
En ese mundo sin porvenir, la ciudad tampoco ayudaba. Era oscura, hostil, hosca, muy insegura, con pocos espacios para la alegría y el esparcimiento (lo que posiblemente hacía todavía más luminoso el salón de doña Rosario).
Entonces no debe extrañarnos que aquellos jóvenes románticos fueran algo así como emos decimonónicos. Y con más razón, porque sentían respirar la muerte a cada momento. Vidas a menudo breves, futuro siempre incierto.
Hay que meternos en sus zapatos para comprender que, en su visión del mundo, la estética jugaba un papel fundamental. La belleza mórbida y las grandes pasiones del alma se convertían en lo único por lo que valía la pena vivir. Sentimentalistas y pesimistas, al mismo tiempo.
Esos zapatos solían estar muy gastados. Una de las prácticas comunes de la juventud de la época era tomarse un par de catalanes –aguardiente de uva- y después caminar por horas en las calles mal iluminadas, para terminar rendidos y enfebrecidos frente al escritorio, la pluma y la hoja en blanco.
“…camino mucho, mucho, y al fin de la jornada las formas de mi madre se pierden en la nada y tú de nuevo vuelves en mi alma a aparecer.”
(Recordemos, de paso, que Acuña traía tremendo Edipo, mezclado con la frustración de no poder estar con su madre viuda, allá en Saltillo)
Doña Rosario de la Peña
“…tú siempre enamorada, yo siempre satisfecho, los dos una sola alma, los dos un solo pecho, y en medio de nosotros mi madre como un Dios!”
Rosario de la Peña tuvo que lidiar con el sambenito de mujer-fría-que-causó-la-muerte-del poeta. Años después, en un intento de librarse, declaró a un periodista peruano que era falso que Acuña se hubiera suicidado por ella, que él la trataba “como a su hermana”, y que jamás se dio cuenta de las terribles pasiones que había desatado.
En esa entrevista, Rosario suelta una frase que tal vez nos ayude a desentrañar el enigma: “ese Nocturno ha sido nada más un pretexto de Acuña para justificar su muerte”. Creo que tiene razón.
¿Qué pasó en la casa de la calle Santa Isabel, aquella noche de diciembre? Hay varias versiones.
En una –la que la posteridad quiso eternizar- Acuña declara su amor y Rosario lo rechaza. En otra, Rosario, celosa, le reclama que haya tenido un hijo con la lavandera (¡Sí, estamos ante un chisme de lavanderas de proporciones épicas!). Otra más, el reclamo de que le haya dedicado un poema así de intenso, cuando tenía una relación con la poetisa Laura Méndez. Finalmente, la que a mí me atrae, que Acuña le haya propuesto a Rosario cometer un doble suicidio para así inmortalizar el poema, a lo que ésta, obviamente, se negó.
Me explico. En los románticos de entonces, la línea divisoria entre la vida y la obra era tan tenue que se esfumaba. Acuña estaba consciente de que su “Nocturno” era una creación magistral y que difícilmente podría igualarla con posterioridad. ¿Qué mejor manera que culminar la obra que con un suicidio? ¡Y cuánto mejor si es doble!
“…Esa era mi esperanza... mas ya que a sus fulgores se opone el hondo abismo que existe entre los dos, ¡Adiós por la vez última, amor de mis amores; la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores; mi lira de poeta, mi juventud, adiós!”
“Es la consagración del instante”, escribe Vicente Quirarte al respecto. En efecto, Acuña hace que su suicidio, y en particular ese instante en el que la vida se va para dejar paso a la muerte, sea la continuación de su obra poética.
Rosario De la Peña nunca se casó. El amor de su vida, el poeta Manuel M. Flores, murió en sus brazos, de sífilis. Siguió inspirando poemas. Martí le escribió: “Rosario, me parece que están despertándose en mí muy inefables ternuras;… De cuantas vi, nadie más que Vd. podría. Y hace cuatro o seis días que tengo frío”. Vivió siempre con el estigma.
Paso a una consideración personal. Quienes llegamos a la capital poco después del suicidio de Manuel Acuña no vimos ese acto como obra suprema de un poeta, sino como un trance irracional e insensato. Nuestra perspectiva ya no era la de los románticos, a quienes les sobraba valor para la muerte pero parecía faltarles valor para la vida. Ya no era la del país envuelto en el caos y la revuelta constante, sino la República Restaurada que, por primera vez, avanzaba hacia la paz y el progreso.
Por eso mismo, muchos de los nacidos en la década de los 60s y 70s del Siglo XIX abrazamos el porfirismo como símbolo, no sólo del México pacífico y moderno al que aspirábamos, sino sobre todo como rechazo al México violento y mortecino que alcanzamos a vislumbrar en nuestra infancia, la de los hermanos mayores suicidas. Eso también nos impidió darnos cuenta de los límites y contrasentidos del porfirismo, pero bien harían las generaciones actuales en comprender nuestra circunstancia